Caley
    Brasil   ´98 769
             

Compartir piso con Caley para mí fue más un misterio que una convivencia, pues aparte de que él no controlaba mucho nuestro idioma tampoco parecía muy interesado en la vida que llevábamos los demás compañeros de piso. Lo que venía a significar que aquella habitación de Conde Drácula que él ocupaba era más que nada una especie de dormitorio en el sentido más estricto de la palabra.

Caley solía circular por allí de manera extemporánea, lo que indicaba que su vida en el exterior, en la ciudad de Samarcanda, debía de ser lo suficientemente rica o entretenida como para no preocuparse de más que lo estrictamente necesario de la convivencia en un piso compartido con otros jóvenes, estudiantes como él… aunque desconozco el contenido de los estudios que cursaba Caley, si es que había alguno. Cosa que por otra parte tampoco me inquietaba entonces ni lo hace ahora.

Su origen brasileño era lo suficientemente exótico como para sembrar un poso de incertidumbre en las conciencias ajenas: al menos en la mía ocurría de esta manera, máxime por sus costumbres, fuera de lo razonable por nuestras latitudes.

En cierta ocasión, a raíz de una iniciativa común que fue limpiar la cocina, tuve oportunidad de comprobar cómo de diferente es el mundo según los puntos de vista… a pesar de tratarse de una misma realidad compartida. Lo cierto, objetivamente hablando, era que se trataba de una cocina de todo menos limpia; un poco por lo antiguo de la construcción de la casa, otro poco por el progresivo deterioro de los armarios y materiales con los que había sido fabricada… y el resto ¡por qué no decirlo! por la dejadez típica de habitantes que, como nosotros mismos, siempre habían tenido preocupaciones más urgentes y/o importantes que la minucia de la higiene (recordemos a Henri Michaux: “Un lavaje, como una guerra, tiene algo de pueril, porque al poco tiempo hay que recomenzar”) un entretenimiento siempre prescindible desde según qué punto de vista.

Lo cierto es que Caley secundó entusiasmado la iniciativa de la limpieza de la cocina: hasta tal punto que, cazuela en mano, empezó a repartir agua a diestro y siniestro por las paredes y el techo… lo que significa que también el suelo, como manda la Ley de la gravedad, aún no derogada. Me resultó impactante ver a Caley, cazuela en mano, llenarla una y otra vez para repartirla generosamente por aquel horizonte vertical y brillante que era el embaldosado blanco de las paredes.

De vez en cuando frotaba algún trozo con un estropajo, para ahuyentar la higiene más negativa de las que allí podían encontrarse. El espectáculo no duraría más de una hora, al final de la cual a mí me pareció que la cocina estaba igual de sucia, aunque sin duda mucho más hidratada.

En todo caso aquella diferencia de criterios se me presentó mucho menos importante que el aprendizaje de mi experiencia. Me pregunté, aún lo hago ahora, si aquello era una costumbre propia de su país o era simplemente una forma de limpiar familiar y/o heredada por Caley.

La distancia idiomática me impidió aclararlo: un amigo de Caley, que estaba por allí aquel día, miraba sorprendido las evoluciones del ínclito por las dependencias de la cocina, colaborando activamente. Era el mismo que con frecuencia le acompañaba cuando Caley venía a casa… a veces, por el día; otras, por la noche. A mí su relación me daba igual, lo mismo que las habladurías del resto de los compañeros de piso sobre jadeos y otras costumbres, tan exóticas como extranjeras.

 

 

Sonido

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