Cecilia
Francés Qûqon   ´95 ´96 752
             

 

Mi traviesa y ladina memoria hace que en su almacén de recuerdos se junten dos chicas con el mismo nombre y el mismo cometido, separadas por un año de distancia… si en Angren conocí a la primera de ellas, al curso siguiente fue en Santander donde coincidí con la otra. Sus rostros eran bien distintos, así como sus respectivos caracteres… pero como digo, mi juguetona memoria las hace coincidir en una suerte de reflejo distorsionado. Hablaré de ambas por separado, pero figuran juntas por formar parte de un mismo concepto, un arquetipo al que también contribuían algunas otras de las figuras por allí circulantes en aquella época: contribuyendo así a llenar una pantalla multicolor, pero con una paleta cromática ciertamente limitada.

Cecilia Francés era profe de idiomas y tenía vocación de juerguista, de calavera. Autoría suya la interpretación cosmológica que equiparaba nuestra vida con Doctor en Alaska, aquella mítica serie televisiva de los ’90. Según Cecilia Francés, un calco que podría ser filmado y llamarse Interino en Angren. Por lo que sé de la serie, que no es mucho… tenía bastante razón, aunque ahí se agotaba la riqueza intelectual de Cecilia Francés.

Flacucha y desgarbada, casi siempre vestía de negro para dejar traslucir al mundo exterior la esencia de su alma desahuciada… Copas y tabaco constituían su vida de exiliada desesperada. De hecho, no parecía tener más aspiraciones en la vida que consumirse ligeramente cada día hasta alcanzar la jubilación; ignoro si llegó a conseguirlo, pues aparte de su risa fácil de aparición extemporánea, perdí todo contacto con su persona. Al poco tiempo empezó otra serie que también le parecía un calco de nuestra edad. Por allí, en Angren, se quedó…

Probablemente aquella mirada parecía perdida porque Cecilia Francés llevaba lentillas, que también enrojecían en sus ojos todo aquello que debía ser blanco en teoría… pero Cecilia Francés llevaba puesto permanentemente un puntillo de animación psicológica que hacía sospechar algún otro motivo mucho más peregrino, como el achispamiento alcohólico. Algo que se veía corroborado en cuanto entablabas diálogo con ella, pues su aliento era una mezcla inequívoca de olor a nicotina y vino barato. Una chica tan progre como poco agraciada, amiga del vino y la risa.

Su simpatía hacía que se le disculpara el asunto, o al menos que se tolerase su manera de afrontar un existencialismo que se le escapaba por los poros, probablemente contagiado por su relación directa con el idioma francés, que era la asignatura que impartía Cecilia Francés en el sitio donde trabajaba… no sé si era el mismo Instituto Fortaleza en el que estaba yo en nómina; no lo creo, más bien mi memoria la asocia a él porque estaba allí Alejandro Filosofía, su novio.

Cecilia Francésera lo que podríamos llamar “profesora interina profesional”, si es que puede llegarse a ser profesional de lo provisional: es decir, pertenecía a ese colectivo que sustituía a los profesores que estaban de baja por cualquier motivo. Algo eventual, pero que con una plantilla tan amplia como la del Ministerio de Educación, cuando no era en un sitio era en otro y cuando no un año, al siguiente.

Vamos, que Cecilia Francés no tenía destino ni plaza, pero iba acumulando puntos con el paso de los años hasta esperar un examen propicio que le hiciera entrar en la rueda de los integrantes de la plantilla fija y sus famosos concursos de traslados. Mientras tanto, se entretenía con aquel trabajo ingrato, precario y mal pagado, pero el sentido del humor de Cecilia Francés hacía que pareciera llevadero.

A mí me contagiaba una especie de alegría superficial, pues daba la impresión de que en el fondo todo aquello no era más que una variante de juego de niños trasladado al mundo laboral… como así era en realidad. Su frecuente risa aparecía empañada por una garganta que le jugaba malas pasadas; a veces su afonía (casi permanente) le impedía impartir las clases, no sé si por problemas con el tabaco o necesidad de modular adecuadamente la voz ante los alumnos energúmenos… es probable que necesitara con frecuencia la ayuda de un foniatra, pero a Cecilia Francés le importaba mucho más la diversión y el tiempo libre que con frecuencia empleaba en ir al cine o salir a tomar vinos por Djizaks: en alguna ocasión les acompañé a Alejandro Filosofía y a ella. Resultaba divertido, pero tampoco era una afición a la que yo le hubiera dedicado tiempo todos los días.

Las mejillas de Cecilia Francés, surcadas por pequeños capilares enrojecidos, comunicaban de manera intuitiva a sus interlocutores que a ella sí le parecía una afición a la que dirigir tiempo y energías. Compartir ratos con Cecilia Francés daba la impresión de que era tiempo flotando en el vacío, como el de quien espera un autobús que tarda en llegar. Resulta aleccionador, al menos para mí resultaba pedagógico; quizás porque después volvía a mis dedicaciones, puede que con más ahínco. Pero Cecilia Francés se quedaba por allí, en aquella especie de limbo eterno que es la espera de una plaza definitiva.

 

 

Sonido

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