Nacho

Radiopita

Samarcanda

´83

´86

910

             

 

Que inteligencia y belleza corporal no están reñidas por definición, sino que es el devenir de la existencia de cada persona lo que las va haciendo excluyentes o incompatibles… resulta sin duda una verdad tan comprobable como indemostrable. En el caso de Nacho Radiopita esta indiscutible verdad venía a consolar un poco el ánimo, ciertamente y sin lugar a la menor duda. No ya por una cuestión de belleza –algo ciertamente relativo– sino por una versión de la misma poco estética… más bien de utilidad.

Me explicaré. Nacho Radiopita arrastraba un karma, una carga existencial que tiene múltiples versiones: la de estar encerrado en un cuerpo que lejos de darle posibilidades de desarrollarse como persona, le suponía un lastre inevitable. No sé a qué edad le había ocurrido, creo que fue en su niñez; el caso es que Nacho Radiopita había sufrido un ataque de poliomielitis en su sistema locomotor que le había condenado a las muletas. Sus piernas, de finas, eran casi inexistentes… y estaban muertas sin remedio, incapaces de poder desplazarle: esto le obligaba al uso de muletas en su vida cotidiana.

Durante alguna de las ocasiones en las que pasé por su casa pude comprobar hasta qué punto una maldición así altera la vida de una persona; adaptaciones múltiples que corregían hasta convertir su morada en lo que habría sido un domicilio normal. Conocí a Nacho Radiopita a través de las ondas: un lugar en el que sólo importaban la voz y el espíritu, pero que tarde o temprano devenía en un encuentro cara a cara si había afinidades vitales entre los contertulios del éter.

Nacho Radiopita era delgado, de mirada azul e inquieta, tan vivaracha como su espíritu; por suerte no se dejaba amedrentar por las circunstancias que le habían tocado en suerte… en desgracia, más bien. Un tipo ágil y despierto, inteligente por encima de la media, sin duda. En el inconsciente le quedaba a uno la duda retórica: si Nacho Radiopita hubiera tenido en el reparto de cuerpos lo mismo que le había correspondido a cualquier gañán destripaterrones, ¿habría sido igual o por el contrario se habría dejado llevar por la vida fácil de no cultivar el pensamiento?

Todo eso pasaba inmediatamente a un segundo plano, porque a la primera de cambio resultaba patente que en la relación que uno tenía con Nacho Radiopita el cuerpo era lo de menos. La materia pasaba a una penumbra semejante al sfumatto de Da Vinci. Resultaba indiferente de qué se estuviera hablando: inmanente o trascendente, inmediato o eterno, superficial o profundo… cobraba importancia el momento compartido, la solidaridad espiritual y una compasión que sólo era empatía: nada de concesiones paternalistas ni con ínfulas de superioridad.

Conociendo a su hermana Marisa Tanatusias parecía más que evidente la justicia esotérica que había ejercido la vida sobre ellos dos: no es que Marisa Tanatusias fuera tonta, pero tenía un enfoque de las cosas tan superficial como prescindible… en comparación con su hermano Nacho Radiopita. A mí siempre me quedaba la esperanza de que algún día Marisa Tanatusias traspasara la frontera hacia el territorio de las gentes pensantes; para lograrlo sólo habría tenido que seguir la guía luminosa que su hermano Nacho Radiopita le iba marcando alegremente y sin ánimo de reprobación. Pero ambos habitaban universos distintos, aunque poblaran el mismo mundo material. Con Nacho Radiopita yo tenía la sensación de ser un minusválido que me encontraba junto a un ser de luz.

 

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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