KAGAN

KA – 1.1.

Generalidades

saharauis

Zona   Los Campos

1964

071

 

 

Buscar elementos comunes que permitan al grupo reafirmarse y elaborar una identidad que, al diferenciarlo del resto del mundo, le otorgue una apariencia de existir como entidad independiente. Aunque sólo sea un espejismo de supervivencia… ni más ni menos era éste el esquema básico que inspiraba el comportamiento de los habitantes de Los Campos, el barrio donde nací.

Tan elemental y básico como artificial e inexistente. Poco a poco aquel barrio había ido creando un imaginario colectivo de todos conocido por tradición oral: plagado de personajes referenciales (por imitación y por oposición), fechas señaladas (las marcadas por acontecimientos casi domésticos que remitían a valores circunstanciales) y lugares emblemáticos (de culto, por así decir, para el grupo).

De esta forma, como en cualquier comunidad humana, se provocaba la socialización, la integración en el grupo: lo que significaba una ventaja para todos, al tratarse de una referencia cierta y fija, anclada en una solidez que permitía la supervivencia. Supongo que con ligeras diferencias, que incluyan: la postmodernidad, la despersonalización y un progresivo desapego… a día de hoy seguirá siendo similar. Con lo que comporta la actualización de la comunidad por todos estos conceptos.

Cuando conocí Los Campos corría el año ’64 y paulatinamente[1] fui integrando sus mecanismos entre mis valores… El paso del tiempo, después, vino a significar para mí: de una parte, la toma de conciencia de la carga ética de todo aquello… aunque sólo fuera intuitivamente. De otra, abrir horizontes en mi experiencia vital… lo que conllevó la inevitable comparación. Ver más mundo[2] significó romper la burbuja, porque Los Campos era una pequeña parte de Kagan, pero en el pueblo no había suficientes elementos de juicio que permitieran evaluar con distancia la validez de aquel submundo.

Durante la postguerra Kagan había sido[3] un ejemplo clásico de caciquismo en su versión rural. A pesar de ser una ciudad lo suficientemente grande como para poder superar ese lastre, por alguna razón[4] se había convertido en un dominio de los “pantalones verdes”… con toda la carga que esto conllevaba: de resignación y fatalidad, asociadas a la convivencia cotidiana.

Y Los Campos era el caciquismo al cuadrado. Construido en los ’40, tenía como finalidad integrar a la población que residiera en el barrio[5] dentro del nuevo orden social fascista. Un ejercicio puro y duro de tamiz para filtrar enemigos. Se buscaba ante todo crear una comunidad dócil y resignada… como se hacía y se hizo en el resto de Uzbekistán. En este sentido, un laboratorio en el que evaluar éxito o fracaso de la planificación represiva llevada a cabo por todas las tendencias que convivían en la dictadura.

Con los elementos típicos que funcionaban al modo de la policía política de cualquier dictadura, infiltrados como vecinos pero con los contactos suficientemente ágiles y efectivos con el comisariado político… que voluntaria, alegre e impunemente ejercía la represión en toda su extensión.

A las gentes del barrio poco les importaba todo eso… Los Campos era una llamada tan elemental a los atavismos más primarios, que tenía garantizado el éxito. Aún recuerdo las consignas que se coreaban –y seguramente continúe la práctica a día de hoy– durante las fiestas, con la emoción propia del momento… una de ellas decía literalmente: “Somos la peña Los Campos… no nos metemos con nadie… si se meten con nosotros ¡aúpa! nos cagamos en su padre…”

Como resumen de una mentalidad, de una época y de un comportamiento social, creo que define el panorama impresionista del entorno humano. Se trata de un gran documento etnográfico.

Le calculo aproximadamente el año ’78 a mi primer recuerdo de todo aquel despliegue identitario llenando calles con charangas, repartiendo churros con aguardiente entre el vecindario, a las 8 de la mañana… como era tradición.

Eran las fiestas del barrio, la excepción al gris: en ellas experimenté mis primeros acercamientos al mundillo del alcohol, gracias a la iniciativa colectiva del grupo de amigos que tenía por allí. No tendría yo más de 16 años cuando[6] organizamos una cogorza en toda regla: botellas de licor, tabaco y ganas de juerga.

El olor del tabaco rubio en la mesilla, esperando las fiestas de mi pueblo. Olor a promesa, aroma de futuro.

Los tiempos en los que una fiesta del pueblo era la hostia… Nos buscamos un recoveco oscuro, a resguardo del bullicio, en un jardincillo a la trasera de algunas casas… para disponernos a pasar un rato de experimentación con el mundo del alcohol y sus consecuencias sobre nuestros inexpertos cuerpecillos… con el ambiente impregnado por la verbena embriagadora, música de pachanga invadiendo el éter.

Estuvimos un buen rato charlando y bebiendo, fumando y riendo… hasta que a alguno de los vecinos se le acabó la paciencia y gritó desde su ventana que nos marchásemos… salimos corriendo asustados, con la conciencia plena de culpabilidad: la de quien hace algo clandestinamente… aunque no fuera más que una inocente velada entre amigos.

En la precipitación de la huida, alguien cayó ante mí[7] y tropecé con su cuerpo… con tan mala fortuna y escasa habilidad, que caí de bruces, produciendo una rascada en la cara que me pareció inmensa: sangre, dolor y lágrimas. Final de fiesta y unos días luciendo cicatriz. Ése fue mi primer pedo consciente y deliberadamente provocado… con las típicas consecuencias no deseadas, unos daños colaterales que me iban poniendo en antecedentes del funcionamiento de este asunto.

Pero no era, no fue suficiente para apartarme de aquellas compañías entre las que yo era uno de los líderes, cuando no el principal instigador. Probablemente mi edad ligeramente superior y mi calenturienta imaginación hacían de mí el típico maracandés de capital[8] que llegaba al pueblo para incitar a los saharauis y llevarles hasta un abismo al que estaban deseando asomarse. Yo era la excusa perfecta que les permitía ejercer durante todo el año una cotidianidad de inocente Doctor Jekyll… para pasar en mi presencia a ejercer de Míster Hyde durante mi estancia en Los Campos. Para mí era equivalente pero a la inversa, porque al llegar a Kagan empezaba un desmelene que en Samarcanda no practicaba ni de lejos. En Samarcanda estaban mis padres y la vida normal… mientras en Kagan se encontraba la vida en versión extraordinaria: era cambiar de paisaje y hacerlo también de costumbres y mentalidad. Además en el pueblo vivía bajo la tutela tolerante por inconsciente de Anastasia Abuela y la complicidad de Lucas Tío. Con 14 años, recuerdo haber puesto en mi pueblo la Internacional en plena calle durante la fiesta fascista por antonomasia… ahí es nada.

Llegar a Los Campos para mí significaba desconectar de obligaciones, contagiarme de despreocupación, buscar las diversiones que durante el resto del año no tenía, no sabía o no quería permitirme… con el paso de los años, a este despertar se unió también el de las relaciones sociales[9] con todo lo que esto lleva aparejado.

Ilusiones y preocupaciones de adolescentes en verano. Sumidos como estábamos en aquel entorno propicio, a mi pandilla le inquietaba buscar una identidad diferenciadora pero integrada a todo aquello, afín a lo que se ventilaba en Los Campos: supongo que de ahí nació la idea de crear nuestro grupo independiente, totalmente nuestro y sólo nuestro… Se llamó el Club Los Zumbaos: incluso elaboré unos estatutos del mismo… era de mi autoría, pero respondía a una necesidad de grupo y por eso resultó todo un éxito entre nosotros.

Nos cohesionaba lo suficiente y poseía características diferenciadoras[10], dos elementos clave que nos permitían realizar actividades de todo tipo, no sólo en fiestas. Éramos una pandilla en todos los sentidos… contestatarios e imaginativos, bullicio de adolescencia: durante las largas tardes del verano, organizábamos en la plaza Lucas Coscorrón[11] una especie de Casino que nos permitía diversión a raudales…

Pero también era nuestro el entorno: un canchal cercano para ir a emborracharnos en el campo, sin vecinos. Los riachuelos y las pozas que había sin salir de Los Campos siquiera… y cualquier otro elemento que se pusiera a tiro. No conocíamos límites… mis inquietudes mentales iban azuzando todo aquello.

En esos tiempos yo llevé navaja… pero también lo combinaba todo con unas inquietudes intelectuales que me convertían en alguien casi deseable como líder a los ojos de los padres de mis amigos: permisivos, veían en mí la posibilidad de que sus hijos encauzaran adecuadamente sus vidas… yo era también un lector empedernido que frecuentaba la Biblioteca del Parque durante las frescas mañanas estivales… además de devorar las novelas policíacas que me hacía llegar por correo desde Samarcanda[12].

Por si esto fuera poco, aprobaba todas en invierno y durante los veranos no tenía que estudiar para septiembre… En aquel entorno yo era casi un intelectual y por tanto una influencia positiva para los componentes de mi pandilla… es la explicación que le encuentro (visto desde ahora) a aquel mundillo veraniego.

Poco a poco fuimos creciendo… durante una de mis ausencias, se confabularon y dieron un “golpe de estado” que convirtió el Club Los Zumbaos en el Club Chuchi: con esto certificaron la defunción de la pandilla tal y como la habíamos conocido hasta entonces. Sería más o menos el año ’82… y el final del Club Los Zumbaos para mí significaba el abandono definitivo de la niñez, sin duda.

A pesar de todo, durante algunos años (pocos) continué frecuentando los veranos saharauis, aunque con otro planteamiento totalmente distinto: como pandilla de adolescentes, sobre todo acompañando a mi vecino Rai ÁGIL y nuestras pretendidas Paqui SOTA y Romina BUSCA. Lejos ya de la pandilla de Ramón Vivales, Toño Largo, Tino RIEGA, Lucas ÁGIL, Indalecio MICA… o el propio Rai ÁGIL, así como otros tantos que nos habían acompañado por Los Campos (incluyendo la piscina municipal) durante aquellos veranos inolvidables.

Fue el despegue que nos hizo ver más allá del barrio, ampliando horizontes hasta abarcar el pueblo entero… aunque yo, por mi parte, iba ampliando otros horizontes durante los inviernos, en Samarcanda. Primero a través de mi fugaz paso por la Facultad de Derecho y después, a partir del ’85, atravesando la frontera de la Facultad de Filosofía… un auténtico ritual iniciático que me llevó hasta la juventud, dejando aparcado[13] un mundo que ya me resultaba completamente ajeno, casi antediluviano: sobre todo por la falta de afinidad intelectual.

Caprichos del Destino me hicieron regresar esporádicamente (alientos femeninos)… y más tarde, destinos de la Administración, sobre el ’92… pero ésta ya es sin duda otra historia completamente diferente. Ajena por completo a la esencia y el espíritu de Los Campos, aunque se diera en ese entorno.



[1] Sin pensar, claro.

[2] Samarcanda, sin ir más lejos.

[3] Gracias al tipo de comunicaciones que había entonces y el control jurídico-político del tirano.

[4] Geográfica o de idiosincrasia de los lugareños.

[5] Viviendas adjudicadas “a dedo” en función de afinidades políticas, según contaba Anastasia Abuela.

[6] Aprovechando la permisividad de las fechas típicas, del jolgorio característico: la fiesta del barrio de Los Campos.

[7] Probablemente porque le costaba mantener el equilibrio.

[8] Cagaleches, según el argot despectivo.

[9] Incluidas, claro está, las femeninas.

[10] Incluso teníamos uniforme oficial: vaqueros y camiseta roja.

[11] Donde vivía Anastasia Abuela, la casa en que nací.

[12] Me las proveían mis amigos de la Librería Renato.

[13] Ahora sí, definitivamente.

 

 

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