SAMARCANDA

SA - 2.2.

Domicilios

maracandeses

Calle     Francisco de Rojas

1975

083

 

 

Vivir en la calle Francisco de Rojas para mí resultó ser algo parecido a un sueño: con el paso de los días se fue instalando en la realidad hasta convertirse en ella, conquistarla… Bien pronto me di cuenta de que había empezado como una anécdota, pero había llegado para quedarse. Como algo material que a partir de entonces iba a informar casi inmaterialmente todos los actos de mi vida durante mucho tiempo.

Era el entorno, el domicilio entendido como lugar que hace posible la vida: condición necesaria para llevar a cabo lo cotidiano. No sólo era un dato que se recitaba cuando a uno le preguntaban la filiación. Era el lugar acogedor, el refugio que permitía encararse cada día con la vida: todo aquello que estaba ahí fuera y para lo que la casa era el punto de partida, el motor de arranque.

A lo largo de 16 años aquel habitáculo de Francisco de Rojas resultó ser para mí el equivalente a los “cuarteles de invierno”: la fortaleza ante la infinidad de amenazas pobladoras del mundo exterior.

Por eso mismo el domicilio es una figura de doble filo: protege y aísla. Sus dos capacidades son casi contradictorias, incompatibles si se tiene en cuenta la entropía. Para cualquier polluelo, quedarse bajo el manto protector es un instinto atávico, porque otorga seguridad; pero al mismo tiempo impide volar, coarta el crecimiento necesario para la madurez: tan peligroso, sí… la vida misma.

En todo caso el domicilio de Francisco de Rojas me proporcionaba algo muy importante en cualquier época de desarrollo: seguridad. En él me encontraba tranquilo, contribuía a mi fortaleza interior. Era un piso normal… quizás un poco grande para lo que solían serlo en la época: cuatro habitaciones, cocina (con despensa), un baño… más el balcón, el trastero y una pequeña terraza que daba a un patio de luces. Sin ascensor, pero era un segundo… así que esto no importaba mucho para mi edad.

Mi domicilio de Francisco de Rojas se convirtió así en mi caparazón favorito, alguien que no preguntaba: siempre estaba ahí sin pedir nada a cambio… su principal virtud era no ser una persona y por lo tanto no era necesario darle explicaciones.

A medida que fui creciendo mi relación con él fue cambiando, sin duda… hasta invertirse. Desde un extremo[1] hasta su contrario[2] fueron dándose múltiples etapas intermedias. Pero como elemento de referencia resultará clarificador explicar brevemente el planteamiento de ambos extremos.

NO QUERER SALIR

Deslindar una casa de lo que se hace en ella es traicionar su esencia… aunque sólo sea por omisión. Téngase en cuenta que la materia en convivencia constante con el ser humano cae bajo lo que antropológicamente se denominaría “magia por contacto”.

“El roce hace el cariño”, dice el refranero popular. En el caso de una casa podemos llamarlo impregnación de energías o con algún vocablo similar que refleje hasta qué punto la herramienta tiene mucho que ver con el uso que se le da.

Vivir es una tarea tan englobante que abarca los infinitos planos de la existencia humana. El lugar donde se vive tiene una relación peculiar con los habitantes: única. ¿Eres lo que comes, lo que haces, lo que piensas… eres el sitio en el que vives?

Un poco todo eso, sí, pero no sólo eso: caer en el reduccionismo nos hace perder perspectiva. Téngase en cuenta que todo acto humano tiene unas coordenadas fácilmente identificables: aquéllas en las que se encuentra el cuerpo en el momento de realizarlo (latitud y longitud). Después está la metafísica, pero ésa es otra historia: porque requiere de una frontera física, un entorno material en donde ser llevada a cabo.

Por eso para mí Francisco de Rojas era una especie de laboratorio. En el sentido más estricto, cuando era niño y jugaba a la química: precipitados y reacciones con los productos de limpieza. En sentido alegórico, porque yo era un producto con el que jugaba la vida, la familia, el entorno… incluso yo mismo, simultáneamente sujeto y objeto. También en sentido figurado, puesto que en Francisco de Rojas tenía todos los elementos con los que paulatinamente iba construyendo y descubriendo infinidad de teorías sobre el ser humano… puestas en práctica.

Como almacén material de todas mis cosas, se trataba de un lugar en el que iba poco a poco trazando mis líneas vitales con mayores o menores consciencia y voluntad. Pergeñando lo que más adelante habría de ser la puesta en práctica de una vida hasta entonces sólo regada con teorías. A pesar de ello, no seca.

La resistencia a lo nuevo, a enfrentarse con lo desconocido, resulta un temor natural: el conservadurismo como supervivencia. Puede devenir miedo o aventura: en el primero de los casos late una convicción no confirmada de que lo conocido es el mejor mundo posible. Pero de ella jamás se tendrá confirmación empírica si no llega a ser cuestionada, puesta en entredicho.

En el segundo la aventura: superada la barrera que impide el paso[3], el individuo tiende a adentrarse en lo ignoto, a sabiendas del peligro[4]. Pero rastreando ese plus que diferencia al ser humano de las criaturas pacatas: a veces éstas también son antropomorfas, aunque en realidad formen parte de otras especies (marmotas o muebles).

Así, en lo que de forma natural corresponde a la mentalidad propia de quien se está formando, yo tendía a no salir de casa: por tener conciencia de mis propias limitaciones y de los peligros que acechaban en el mundo exterior.

Pero poco a poco mi formación iba acrecentándose y fortaleciéndose: no sólo en lo que se refiere a conocimientos académicos, también en el trato humano… con lo que esto supone de aprendizaje sobre la propia especie. “Las potencias son dos buitres repartiéndose la carroña en la que han convertido a este mundo” era una frase mía de principios de los ’80 que resumía a la perfección mi percepción del mundo exterior. Presidía mi habitación enmarcada en negro, casi una esquela: como una declaración de principios.

Aquel proceso era imparable… el crecimiento en todos los sentidos. Para él resultaba el marco natural mi domicilio de Francisco de Rojas. Y una de las consecuencias normales que suelen acompañar el conocimiento teórico del mundo resulta ser la necesidad de contrastar con la práctica lo que han venido siendo teorías particulares[5].

Salir al mundo exterior, romper el cascarón para el ser humano significa abandonar el domicilio que le otorga seguridad al mismo tiempo que le limita. Se le puede llamar madurez y establecer una determinada cronología, pero también puede prescindirse de cualquier etiqueta y ver en el devenir unos tiempos tan particulares como irrepetibles.

Más allá de las caprichosas cifras, siempre dependientes de circunstancias dispares e imprevisibles, lo interesante es el proceso en sí mismo: cómo las diferentes etapas se van sucediendo, igual que el transcurrir de un río… hasta desembocar en el mar, representado aquí como el individuo sumergido en el mundo real, inabarcable, imprevisible: muchas veces traidor, pero propio.

El domicilio deja de ser el nido heredado de los padres protectores y pasa a convertirse en una instancia intermedia… la que nos lleva hasta otros lugares, desconocidos e incontrolables. Empieza la vida como aventura: imprevisible, indómita, poblada de extraños y pidiendo a gritos ser domesticada.

Hay quienes jamás consiguen alcanzar esa etapa de descubrimiento y conquista de territorios nuevos: a veces por exceso de protección fraterna. En otras ocasiones son la inercia o la comodidad quienes dan con los huesos del protagonista en la celda (cómoda, acolchada, atractiva) de una cárcel cuyo abrazo acaba por subyugarle. Y nunca llega a crecer.

Durante esos años en los que mi vida iba evolucionando indefectiblemente hacia su salida[6], simultáneamente mi personalidad iba evolucionando en muchos otros sentidos. Cada vez con más desapego, ligera pero inevitablemente mis ocupaciones iban llenando mi tiempo… aunque de manera simultánea tuviera lugar un proceso enfocado a mi anclaje: el trato cotidiano con los miembros de mi familia lo dejaba patente. Además había otro lastre: el del vecindario más cercano.

A tres metros de mi casa estaba la de los vecinos: una familia como la nuestra, sin más. El núcleo incluía a una chica de la edad aproximada de Marilín HermanaMaribel LIMA resultaba ser elemento propicio para cautivar mis incipientes intenciones de intercambios afectivo-sexuales.

Sin embargo jamás llegó a pasar nada entre nosotros… había una conexión, un colegueo que no era más que un trato familiar ampliado, pero sin posibilidad alguna de ser otra cosa.

Primero por mi incapacidad de llevar al mundo material las imaginaciones propias de mi edad… y en segundo lugar, más determinante, porque yo no le gustaba. Nunca llegamos a pasar de los meros juegos psicológicos.

Es probable que en mi caso alguien hubiera buscado respuestas en el firmamento, pero las almas gemelas se reencuentran en el éter, no en el rellano de la escalera. Aunque sólo sea por probabilidad estadística, resulta prácticamente imposible: quien diga lo contrario se miente o se acomoda[7]. Coincidir con tu alma gemela sobre la faz de la tierra resulta ya un milagro: infinitamente imposible que se dé en la misma calle.

En todo caso, para mí aquélla era una forma como otra cualquiera de vacuna… es decir, inyectarme una pequeña e inocua dosis de la enfermedad que pretende evitarse. Muy probablemente gracias a la presencia de mi vecina dejé de caer en infinitos errores tan dados a los pipiolos de mi edad; nos llevamos bien siempre, pero como puede llevarse uno con su hermano putativo.

En fin, el piso de Francisco de Rojas era para mí una referencia de la que poco a poco me fui apartando, incluso aunque continuara viviendo en su interior. Lógicamente la casuística sería infinita y no merece la pena entrar en detalles que llenan una vida como cualquier otra: la mía.

Aproximadamente hacia el ’83, con mi entrada en la UdeS, podría decir que fue notorio un cambio en mi relación con aquella casa: me albergaba, sí, continuaba arropándome… Pero poco a poco iba siendo para mí una referencia por oposición: al igual que mi familia, lo que contenían ambas ya lo conocía.

CASA DORMITORIO

Ahora llegaba el turno de buscar por la jungla exterior, machete en mano, para ir abriendo mi propia senda.

El proceso se invirtió: dejé de salir ocasionalmente[8] para acabar entrando en casa ocasionalmente, a partir del ’85.

En esa época vivía más tiempo fuera que dentro, sin duda. Mi peregrinaje urbano era prácticamente inagotable… e incluía tanto domicilios ajenos como bares o Facultades. Todo eso puede rastrearse transversalmente en el conjunto de estas Malas memorias. No es por tanto el momento de detenerse en ello… sólo de establecer ligeramente la constelación delimitada por Francisco de Rojas como domicilio desde el que explosionó aquella vida (que era la mía) con una fuerza inequívocamente centrífuga.

ADIÓS

Para el ’92 me marché de aquella casa para irme a trabajar a Kagan… mi familia también tuvo su época de la mudanza definitiva: utilizando tretas legales, los dueños acabaron con aquel contrato de renta antigua.

Allá por el ’87, en una de aquellas habitaciones había muerto Anastasia Abuela… cuando yo estaba de farra, tomando copas un par de días antes de mi examen final de Metafísica. Me lo dijeron en el Esquizofrenia mientras fuera amanecía… todo se mezclaba con el ritmo atropellado de unos acontecimientos tanto tiempo temidos e inesperados… que parecía que jamás llegarían a producirse.

Una famosa ley encaminada a acabar con rentas antiguas se salió con la suya. De nada sirvió que mi madre utilizara abogados anarquistas que buscaban la justicia social a través de la compensación, del equilibrio. Pedro Canuto era uno de èstos… tras haber asimilado el aprendizaje de que no hay justicia con mayúsculas, ni ideales, estaba lanzado a la yugular del enemigo. Pero al final todos a la calle.

Tras la mudanza, cuando el nuevo inquilino (hijo del dueño) ya estaba haciendo obras, entramos Valentín Hermano y yo un par de veces en el piso de Francisco de Rojas… Aún no habían cambiado la cerradura y aquello parecía una buena forma de ser fantasma de visita: recorrer los espacios en otra dimensión, con la carga etílica y la carga de pasado mezcladas en la coctelera de mi cabeza. Un ajuste de cuentas en el plano energético alternativo: como quien visitara su casa tras un ataque nuclear.



[1] El de no querer salir.

[2] Permanecer en él sólo lo imprescindible para la supervivencia: comer y dormir… a veces, ni eso.

[3] Algo que sólo puede provenir de la propia convicción, más o menos arengada desde el exterior.

[4] “La curiosidad mató al gato”, dice la sabiduría popular.

[5] Más o menos ayudadas por los libros y la experiencia.

[6] La marcha del núcleo familiar, de la guarida.

[7]Dos versiones diferentes del mismo engaño.

[8] Como había hecho hasta entonces, perteneciendo a unos cuantos colectivos no educativos ni laborales.

 

 

Sonido

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