SAMARCANDA

SA - 1.3.

Generalidades

maracandeses

noche

1985

096

 

 

EL REFUGIO DE LA NOCHE

Aquella experiencia fue apareciendo poco a poco, casi como una ocurrencia continuada, que aportaba elementos que la apuntalaban: salir de noche.

Algo que por definición es extemporáneo, paulatinamente fue conquistando parcelas de mi vida, aunando esfuerzos para instalar lo extraordinario hasta convertirlo en cotidiano: la realidad vuelta como un guante, vocación y costumbre hicieron que permanecer en casa llegara a ser lo excepcional.

En términos cuantitativos, podría decirse que llegó un momento en el que vivía en la calle. Pasaba más tiempo fuera que en casa, sin duda: ésta no era una excepción, sino la norma cotidiana.

Aparte de las horas lectivas[1] estaban las demás… ésas en las que se confundían el estudio y la vida social[2], habida cuenta de que entre copas se hablaba de Filosofía o ¡mejor aún! se vivía la Filosofía como un experimento práctico de todas nuestras infinitas teorías.

Y al revés: mientras se estudiaba, se acababan tomando copas como si esto fuera una extensión natural de lo docente[3]. Se trataba de buscar una causa suficientemente noble como para sacrificar en su honor la salud y la juventud (entre otras cosas), la energía vital. Algo superior que no sea la reproducción de la especie[4] sino la utopía, la bohemia o la rebeldía.

Pero no como conclusión racional ni intento de poner en práctica una convicción previa… respondía más bien a una intuición o una necesidad existencial: la búsqueda de una forma alternativa a lo establecido, a lo que se nos suponía debíamos defender por herencia o tarea social. Era algo poético: ateridas las manos, ateridos los bolsillos.

Cada salida nocturna en el maracandés desierto de mi juventud sólo buscaba la confirmación de la Nada, su conjuro: reafirmarme en el vacío. Salía como perplejo, admirado de tanta Nada. “Una noche más es imposible” –me decía. Pero a la vuelta el ritual me confirmaba que sí: de nuevo NO, más NO. Todo lleno de vacío, incluidas las ninfulillas que completaban el decorado: mucho relojito de diseño y poco cerebro…

Inventé miles de anécdotas, imaginé un tropel de historias, magnifiqué lo insulso y trascendí lo inerte. Pero lo cierto es el tiempo y con él llegó la Nada.

Téngase en cuenta que es muy diferente “No salgo porque no quiero” que “No salgo porque no puedo”: no había motivo alguno que me impidiera arroparme con la noche cada vez que sentía la necesidad de hacerlo.

Por un lado, la conciencia de no faltar a mis obligaciones académicas[5]. Por otro, la absoluta contingencia del factor económico[6]. En tercer lugar, el asunto de la huida[7]. También está lo del suicidio diferido[8].

Las noches transcurrían traficando con el olor de la menta fresca, así como me cosía botones de pingüino en las camisas: para marcar la diferencia entre las buenas formas y la rebeldía…

Al borde del abismo, deliberadamente allí por ser donde sin duda pueden contemplarse los mejores paisajes crepusculares. Me codeaba en aquel entonces con muchos de aquéllos que estuvieron coqueteando con la heroína.

Gente a la que le gusta estropear… generalmente por la impotencia que conlleva no poder crear[9], buscando la faceta creativa de la destrucción[10] para modificar el entorno.

También yo mismo estuve coqueteando con la muerte… en noches tan frías como ésta: en madrugadas que parece que no acaban amaneciendo.

ALCOHOL

¡Y cómo me gustaba!… no lo negaré… volver a casa borracho sintiendo la lluvia contra el rostro, indagando la fórmula alquímica que transformara el semen en vainilla.

Pero el alcohol era algo más que un acto simple o sencillo, llevaba en la recámara el germen de una revolución[11]. Muy probablemente sólo individual (un espejismo) porque históricamente es bien sabido que el alcohol ha dado al traste con tantas revoluciones…

Perlita. Warm. Schocoladen… palabras-conjuro, acompañamientos mentales durante la resaca. Buscando alegre, resignadamente, paralelismos entre dos dimensiones irreconciliables. Realidades que abominaban entre sí.

He visto a tantos entregar su vida, complacidos, a las garras del alcohol: ese canto de sirena, ese demonio amigo. Yo mismo he estado tantas noches entre sus brazos de Sur… que sé de la dulzura que es dejarse llevar por la suave fuerza que te invita a entrar en ese blando túnel pálido… No me preparaba para salir; me recuperaba de haber salido. Planteamientos en las antípodas: uno, de disposición hacia la vida... el otro, el caos tras la batalla. Eran los '80 y los '90; en aquella época tenías que elegir entre dos concepciones antitéticas de la sociedad entera. Todo un símbolo… porque la disyuntiva exclusiva era: forro polar... o porro y foulard. Algun@s también… entre follar y plorar[12].

¡Cuántas madrugadas me sorprendió la luz naciente del sol, iluminando salpicaduras de vómito en los zapatos y en las partes bajas del pantalón!

ENTORNO

Todo esto no ocurría en un mundo inmaterial o abstracto, sino que estaba perfectamente contextualizado. Más allá de la cotidianidad académica y de la pura supervivencia corporal, las sensaciones y las reflexiones se encontraban enmarcadas por un hábitat concreto. Era ni más ni menos el delimitado, ante todo, por mis prioridades existenciales: la belleza[13] y su concreción, su puente… el sexo.

Ambos, por ser dos caras de la misma moneda, iban siempre de la mano… pero –como en la moneda– compartían simplemente la espalda. Compartían la condena de no encontrarse a pesar de ser (casi) lo mismo.

Hay quienes ríen por no llorar. En aquella época, yo bebía por no follar.

No se trataba tanto de buscar una diversión, sino de dar respuesta a una necesidad que me surgía desde muy adentro (¿del alma?): en este sentido, existencial[14]. Significaba la piedra de toque para mi intuición, que veía tras ese misterio irresoluble la salida imprescindible para un contexto vital que se me antojaba insostenible.

Al igual que los alpinistas buscan lugares cada vez más peligrosos, elementos más difíciles de superar… así[15] yo practicaba la seducción como deporte extremo. A veces simplemente mirando chicas guapas… práctica habitual que respondía al afán contemplativo y sólo en ocasiones iba más allá, salvando la infinita distancia que separaba el intelecto del mundo real. Huyendo, tomando como referencia (por oposición) la figura tan atemporal y conocida del listillo intentando seducir a una subnormal.

Las más de las veces, en cambio, seducido en silencio durante horas por la arrebatadora belleza de una mujer… aunque fuese camarera. Pero otras ocasiones, durante eternas veladas, generando expectativas feromónicas: ejerciendo de calientacoños. Otra figura, esta mítica, que intentaba perfilar desde mi impotencia[16] para ir más allá, renegando de la materia. Era un pasatiempo, por aquello que en su día dijera Rof Carballo: “el encuentro promete más de lo que da el abrazo”. Podría llamarse “miedo al éxito”, pero también, en palabras de Jack Kerouack, vivir en el camino.

Lo cierto es que era la época del “gran masturbador”, aquélla en la que mi aura magnetizaba las voluntades de doncellas y otras que no lo eran tanto. Hasta seducir su curiosidad y dejarse toquetear la intimidad por mí. Engrosan esta lista numerosas chicas[17] y además algún otro coño… que toqué furtivamente y ya se encuentra hurtado a mi memoria, gracias a la bondad etílica que más de un día (o noche, o madrugada) me hizo olvidar episodios luctuosos.

La complicidad con la que ellas actuaban queda fuera de toda duda, complacidas por no tener que afrontar débitos y/o consecuencias de actos que hubieran ido más allá… que terminasen en un comercio carnal más directo con todas las consecuencias: incluyendo éstas las del mundo de sentimientos que se desata tras la consumación del acto por antonomasia.

Permanecíamos así en una especie de limbo[18] que permitía juegos eróticos de todo tipo sin llegar a la consumación, lo que se denomina en el argot especializado petting. Muchas veces era un juego que iba surgiendo de manera natural entre músicas y alcoholes, casi por huir del aburrimiento. En otras ocasiones resultaba ser rebote de una situación ajena: alguna chica de la pandilla era abordada por un desconocido con intenciones de ligoteo… ella, para quitárselo de encima, recurría a algún conocido que le sirviera de parapeto, tras de quien atrincherarse durante la batalla.

Tan sencillo como venir de repente y sin previo aviso empezar a morrearse conmigo[19] mientras… entre miradas furtivas y complicidad implícita, al oído me confesaba: es el famoso plan B. Consistía en eso: hacernos pasar por pareja para darle esquinazo al panoli. Una especie de tercera vía alternativa a cualquier relación tradicionalmente entendida. Una táctica de acercamiento en términos eróticos a chicas que de otra manera jamás habrían sido mías en este sentido, en estos sentidos, en ningún sentido, en todos los sentidos…

Después, dado esquinazo al indeseable de turno, las cosas volvían a la normalidad: mi relación con ella era cordial, como siempre había sido… como no podía ser de otra manera. Quedaba en el currículum aquella anotación para la posteridad… un delicioso e inesperado postre almibarado que pude llegar a disfrutar gracias al cúmulo de circunstancias. Pero se quedaba ahí, sabiendo a poco… sin ánimo de lucro sexual.

No dejaba de ser una variante vacunada del asunto que tantos dolores de cabeza ha traído a tantas parejas de amigos. Imagina una noche de aburrimiento soberano: le propones a tu acompañante el experimento de enrollaros sólo esa noche[20] para combatir el hastío. Consiente y resulta que todo es un éxito. ¿Qué pasaría al día siguiente? ¿Y si es un fracaso? En cualquier caso, garantía de pérdida de una amistad.

Y sin embargo en aquel tiempo yo buscaba, anhelaba ser herido por las rosas: que me hiciesen algo, aunque sólo fuera herirme. Yendo por rutas ignotas, por debajo del fondo, hasta la cumbre… digno de ser herido por las rosas. Prefería la herida de una rosa a cualquier otra condecoración…

Alguna noche, cansado y borracho, de vuelta a casa, robaba una rosa que pudiera hacerme compañía durante el trayecto. La colocaba en mi entrepierna, bajo la ropa… Una sensación de masoquismo lírico hacía que mi cerebro disfrutara la noche bajo sus espinas: después, al llegar a casa, evaluar los daños ¡sólo físicos! en forma de heridas.

Como quien hace balance de una relación de pareja que termina. Todo un ritual para invocar a las rosas metafísicas.

AL ESTILO CEBOLLETA (BATALLITAS)

Primera

No sé qué vi en aquel tío, pero me indujo a confiar en él ciegamente, hasta un punto imprudente. La noche había transcurrido según los cauces habituales: copas, música, charlas formales e informales con conocidos, algún que otro intento infructuoso de ligue entre los múltiples frentes abiertos de forma permanente (por si las moscas)…

En algún momento de la noche empecé a hablar con él, no sé de qué ni por qué, pero terminamos con la filosofía como tema de conversación. Le parecía algo distante y prohibitivo, según sus malas experiencias del instituto. Le argumenté de mil maneras, para hacerle entender el trasfondo interesante que tenía realmente lo que le habían vendido como ladrillo.

Puede que yo fuera algo convincente o puede que aquello diera igual y para él sólo fuera una excusa. Lo cierto es que un rato después, serían las 5 de la mañana, me confesó que no era de Samarcanda y además había perdido a sus compañeros de copas entre tanta conversación de altura. Estaba pues a merced de los elementos. Le facilité el terreno, porque le invité a dormir a mi casa, que era la de mis padres.

Al principio se negó, pero después poco a poco le fue viendo ventajas a la solución. Un elemento a favor de condescender era que yo le enseñaría libros de filosofía para seguir con aquella conversación tan interesante. Finalmente accedió, sobre las 6 llegamos a mi casa. Con el manual preuniversitario de la asignatura en la mano, estuve explicándole infinitos matices de las infinitas teorías ayudado por el alcohol… y le regalé el libro.

Tras aquella tertulia nos pudieron el cansancio y el sueño. Le enseñé su habitación y cada uno a dormir por su lado. Debían de ser alrededor las 10 cuando oí jaleo por casa, así que me apresuré a levantarme para decirles a mis padres que procurasen no hacer ruido porque había un invitado. Al salir de mi habitación, noté cómo se cerraba la puerta de la calle, escupiendo apresuradamente a un invitado que ardía en deseos de desaparecer.

Un poco por adormilado, otro poco por resacoso y también por algo de respeto hacia su decisión, no reaccioné. Pasaron los minutos sin más consecuencias, mientras Valentín Padre me explicaba que un chico había salido de una habitación y sólo había dicho “adiós”.

Volatilizado en todo salvo en mi memoria, jamás he vuelto a verle ni saber más de él. Seguramente optó por el escaqueo cuando tuvo un poco de lucidez y se percató de lo absurdo de la situación. Quizá intuyó algún tipo de intención homosexual (inexistente) por mi parte y prefirió evaporarse de una realidad incontrolable.

Lo único cierto es que aquella noche, aquella madrugada, perdí para siempre mi manual de Filosofía, aquella biblia compañera de fatigas que ni siquiera era original mía, porque la había comprado de segunda mano en el Instituto Tele Visión.

Segunda

Pero no siempre era yo tan vehemente ni tan defensor de causas perdidas. Antes bien, al contrario que en esa ocasión, me ponía el disfraz de cínico. Otra noche de farra, por ejemplo, cuando llegó esa fatídica hora en la que cierran todos los bares conocidos, alguien ofreció abiertamente ir a su casa para seguir tomando copas.

Alguien desconocido. Eran cosas que se hacían en los ‘80 sin mayor dificultad, como el auto-stop o mil ejemplos más de filantropía. Allí fuimos todos los invitados, alrededor de diez personas trasnochadas y sin patria. Al sofá: copas para todos con ese sabor inconfundible que tiene el alcohol matutino. Casi terapéutico.

Ginebra, ron, algo semejante mezclado o no con algún refresco, esto ya no lo recuerdo… pero tengo claro el resto de la escena, entre una penumbra mortecina: alguien a mi lado hablándome de las ventajas y excelencias, los parabienes de la filosofía. Y yo contradiciendo sus argumentos con incontestables frases lapidarias, capaces de haber derrotado tratados y mamotretos.

A mi lado, Brenda VAYA (también filósofa) riendo a hurtadillas por lo que disfrutaba contemplando mi papel de abogado del diablo, llevado hasta sus últimas consecuencias.

No recuerdo quién era el contertulio, pero me mantuve firme en mi argumentación hasta convencerle de que nada tenía que hacer conmigo, de que su lucha era una causa perdida, como lo era yo para la filosofía. Jamás llegó a saber que hablaba con un filósofo, pues mantuve en todo momento mi anonimato para disfrutar hasta el fondo toda la escena.

Aquella madrugada se diluyó igual que lo hacen las almas perdidas en esa luz glauca que separa la noche del resto de la realidad. Yo mismo acabé convencido de mis propios argumentos, descreyendo así mis convicciones filosóficas: tan frágiles que ni siquiera resistieron mis propios embates. Diluidos es la palabra, porque aquello era la prueba científica: el disolvente natural de la filosofía es el alcohol en su dosis adecuada a determinadas horas de la madrugada.

También había casos diferentes, en los que me dejaba llevar por una sinceridad apasionada, sin pose. Como una noche en La caseta sopesando en conversación sin igual los inconvenientes y las ventajas de la Filosofía, apostando desde mi postura sincera por la inutilidad más absoluta. Poniendo el ejemplo clásico de llegar a una isla desierta tras un naufragio. La necesidad de construir una sociedad desde la nada y sólo dos personas para hacerlo: una experta en filosofía y la otra, en fontanería[21].

Mi argumento resultaba incontestable: saltaba a la vista la victoria de la fontanería. Lo demás eran puras especulaciones vacías que no servirían para proporcionar agua potable, ni tampoco valdrían para deshacerse de aguas fecales.

Nótese el significado metafórico de los ejemplos elegidos, que si lo fueron al azar[22], es de justicia decir también que la intuición que acompañaba la elección venía recompensada por las connotaciones que arrastraban ambos en su contenido.

Huelga decir que mi contertulio (creo que era fontanero) acabó dándome resignadamente la razón, en lo que resultó una victoria pírrica. Al mismo tiempo que salí victorioso en el duelo de palabras, como filósofo caí por el suelo. Renegando, descreído, en fin… como debe ser siempre en esencia cualquier filósofo, que cuando canta tangos prefiere aquél que dice: “hoy no creo ni en mí mismo”.

Al fin, demostrando incontestable la inutilidad de uno mismo, ¿quién tiene la mínima capacidad de volver a traer a semejante víctima al mundo de los vivos? Resulta en definitiva una demostración científica de que lo expuesto nada tiene que ver con el provecho personal que pueda sacar del asunto quien así argumenta, porque tira piedras contra su propio tejado. ¿Acaso hay argumento de más peso, que demuestra que uno tiene razón incluso aunque salga perjudicado en el intento? ¿No será esta la primera garantía de equidad?

Tercera

Quizá cada persona tiene su oportunidad, su conjunción adecuada para el suicidio que le corresponde en un mundo ideal en el que todo es perfecto.

Siento que pasó mi oportunidad[23] o quizás que aún no había llegado. Hay un instante en mi memoria, paseando a la noche por un paraje desconocido, en el que me tentaba la oscuridad de las aguas.

Me veo en aquel instante mirando a la sombra, intuyendo mi descanso al fondo de aquel abismo sin nombre. Junto a mí unos amigos y una violinista. Tal vez la presencia de ella me salvó la vida, pues siempre he sido enemigo de estos espectáculos que se interpretan como lucimiento ante las damas pretendidas.

Puede también que su presencia oscura me hiciera perder la oportunidad de mi suicidio perfecto, la claridad de reencontrar la nada. No he vuelto a ver a la violinista ni a los amigos, suicidados todos ya en el pozo oscuro de mi memoria.

Para no soportar esta desdicha, esta tortura y calvario… habría sido mejor morir aquella noche durante el paseo campestre: la muerte me llamaba desde la broma y la ocurrencia. Perspectivas de violines y pasión me detuvieron al borde del abismo que es la madurez.

Cuarta

Cuando se daba la inesperada coincidencia con algún espíritu afín al que hacía mucho tiempo que no veía… íbamos raudos hasta la barra para celebrarlo: una cerveza y una charla… o un whisky con confesión era el siguiente paso.

Ponerse al día de las novedades importantes de cada vida era sólo la primera parte, porque después venían las intenciones de no volver a repetir la ausencia durante tanto tiempo: intercambio de direcciones y teléfonos de contacto[24], resultaba el corolario al inmortal momento.

Pero la experiencia me decía que ni así… muchas veces el reencuentro se demoraba en exceso[25]. Y es que coincidir en la jungla de la noche maracandesa con alguien en concreto, sin haber quedado previamente, era un milagro estadístico: las variables de tiempo y lugar[26] se veían complicadas por el asunto de que muchas veces, incluso estando en el mismo bar en el mismo instante… milagrosamente no llegaba a tener lugar el reencuentro.

Por eso inventé[27] una fórmula eficaz para garantizar el reencuentro: se trataba de algo sencillo… tanto como mágico, certero e iconoclasta. Sólo había que coger un billete y partirlo por la mitad[28], de arriba a abajo. Los billetes partidos por la mitad resultaban ser así promesa de futuro encuentro. En cada una de las partes quedaba el número de serie[29]… para poder usarlo era imprescindible volver a estar juntos ante una barra. Siempre hay cinta adhesiva en los bares, quizá sea por esto.

Así lo hacía con frecuencia: era tal la cantidad de conocid@s que merecían un reencuentro que llegué a tener simultáneamente unas cuantas mitades de billetes que siempre llevaba conmigo. Cuando volvía a coincidir que nos veíamos ¡doble alegría! tirábamos de los ahorros compartidos con la misma satisfacción de quien encuentra dinero tirado en la calle[30]… y si pasaba el tiempo y no coincidíamos: teléfono para recordarme (o recordarle) “tengo dinero tuyo…” y/o al revés.

Entonces ya no había excusa que impidiera el café o el paseo. Porque si no se usaba se perdía… peor aún, se lo quedaba el Estado, como si se tratara de un impuesto por la amistad venida a menos.

Entre los múltiples objetos de aquella juventud alocada y dorada como los monumentos maracandeses, aún conservo un par de mitades de billetes que[31] ni siquiera sé a quién correspondían… en todo caso se trata de moneda que ya no está en circulación: amistades que ni siquiera se acuñan. Alocadas como los ’80 y los ’90.

Quinta

A la puerta del Plátanos

un coche sin asientos

entre risas prometía

llevarnos hasta el Infierno:

era un bar desconocido y

ni siquiera sabíamos

si aquel ataúd con ruedas

tenía gasolina.

Subimos igualmente, inconscientes

entre latas amarillas:

la carrocería rampante nos protegería…

no recuerdo cómo acabó aquello;

posiblemente ni llegamos a arrancar.

Sexta

Tras una noche de desvaríos como tantas otras… recuerdo el día apuntando, el sol comenzaba a calentarnos. Araceli BÍGARO y yo en el parque: un grupo de desconocidos con guitarra, entre bromas y chistes. Risas cómplices y anónimas.

Uno de ellos contó que si consigues que una gallina mire fijamente a tu dedo y lo mueves en el aire, en vertical… después, con habilidad, puedes dirigir su vista hasta el suelo y allí dibujar una línea recta. La gallina se quedará impávida, enganchada: sólo moviendo la cabeza y siguiendo la línea dibujada hasta que alguien la saque de allí.

Ahora, con la serenidad que otorgan los años, casi sin pensarlo encuentro un paralelismo enorme y metafórico con la actitud del macho humano… puedo afirmar[32] que en el fondo de todo el que se cree muy hombre, late una gallina.

Séptima

No recuerdo qué estaba haciendo por allí… cerca de la estación al empezar la noche: probablemente algo relacionado con el mundillo de los radiopitas, porque recuerdo estar con Seco Moco y probablemente alguien más. Correría el año ’84…

El caso es que mi atención se centraba en algo importante… tanto, que no me di cuenta de las irregularidades del terreno[33] y perdí pie, desequilibrándome de tal manera que caí al suelo: con tan mala fortuna que me di un cabezazo contra el parachoques de un Seat Ritmo anaranjado (o así coloreado por las farolas circundantes).

Nada serio, fuera del episodio y su simbolismo: al ver que no me había herido, ni tan siquiera un esguince o un rasguño… Seco Moco se partía de risa y repetía una y otra vez la hazaña entre carcajadas. Entre los dos bautizamos el suceso así: atropellado por un coche parado y aparcado.

Octava

Iba raudo, a hurtadillas, casi como un delincuente: llevaba un tesoro escondido en el interior de mi cazadora… tangos recién adquiridos. La Guardia Vieja, Charlo y mucho más, como nunca se vio.

Principios de los ’90, cuando los CD’s aún no habían invadido el mundo de la música… y yo tenía unos cuantos, repletos de grabaciones de los años ’20. Un auténtico tesoro que iba a compartir con Óscar Octaedro aquella noche en el Octaedro.

Así que mi itinerario acababa en su calle: el bar me esperaba lleno de una música que aún estaba entre mis manos, en mis entrañas. En la recta final, a punto de alcanzar la puerta… se me interpuso un yonki pidiendo pasta.

¿Qué hacer? Siempre he tenido por norma no dar limosna a quien está en semejante callejón sin salida vital: contra el que debería luchar con todas sus fuerzas y de cualquier manera a su alcance… No entregarse al mecanismo fácil de la resignación ante unas fuerzas que le superan: me da igual si es cristiano o yonki.

En un instante pasaron por mi cabeza las infinitas posibilidades como un destello. ¿Y si me negaba a darle nada y me quitaba los CD’s? No por quedarse los tangos, sino por joder… y por si los podía vender… Decidí de inmediato: como forma de supervivencia, hacer valer las prioridades… darle una moneda para que se quitara de en medio.

Así fue: pagué con disgusto aquel impuesto revolucionario. El yonki se esfumó y desapareció el problema… más bien se convirtió en aprendizaje, en recuerdo.

Novena

Era el ’89, no sé con quién iba… ni con quién volví, aunque supongo que serían los mismos pero en trayecto inverso. Un viajecito nocturno hasta Urganch… más de 100 kilómetros[34] con la única finalidad de ver unos tangos en el sitio donde entonces trabajaba Agustina HUMOS[35].

Charla, tangos y cervezas a mansalva… la noche era casi perfecta. Se torció un poco al final, porque algún indeseable en la barra del establecimiento se empeñó en decir que no habíamos pagado las patatas fritas (no sé, tres o cuatro bolsas). Algo que era de todo punto incierto. Pero finalmente Agustina HUMOS prefirió pagarlas y dejarlo correr… imagino que mi estado etílico no me otorgaba mayor credibilidad.

Así acabó la noche y nos retiramos a nuestros aposentos: pero la frontera era larga… yo dormitaba en el asiento trasero durante el trayecto de vuelta Urganch-Samarcanda. Un poco por alcohol y otro poco por sueño.

Quiso la justicia cósmica que el asunto de las patatas no terminara ahí. Mis tripas revueltas se empeñaron en devolverle (literalmente) al mundo real aquello que le pertenecía.

Sin previo aviso, mi organismo se rebeló contra la digestión de aquel material: suerte que llevaba la cabeza reclinada hacia la ventanilla y ésta estaba abierta (era verano). El episodio se convirtió en algo puramente anecdótico, de ciencia (física): una exposición amarilla en plena noche, arrastrada amablemente por el rozamiento del viento, que la deslizó sobre aquella carrocería tan plateada como la luna.

Nada que no pudiese arreglar al día siguiente una generosa cantidad de agua: el mismo líquido que valdría no sólo para limpiar el coche… también para aliviar mi resaca.



[1] De presencia en la Facultad de Filosofía.

[2] Estaban tan próximos que llegaban a ser lo mismo.

[3] Tan volátil y relativo, tan heterodoxable.

[4] Como elige la mayoría.

[5] Porque la Filosofía estaba en la calle más que en los libros… Cada noche –de una u otra manera– terminaba conduciéndome a las mazmorras del saber, donde mi mente recalaba complacida y aturdida: renegada.

[6] Formar parte de los habituales de la noche facilita invitaciones a mansalva. Los camareros pasan a ser amigos que ya ni siquiera fían: regalan, manteniendo así –de paso– el local lleno y prestigiado. Una forma de simbiosis.

[7] Del domicilio paterno, pleno de conflictos en germen… Huida de una vida que había dejado de ser la mía, pero para la que no tenía otra alternativa que el exilio: casi un palestino, una patria sin tierra.

[8] Elegido por mi organismo sin tener en cuenta la cobardía de mi voluntad… o aplazándola sine die. ¡Qué progres y qué guais somos, que fumamos y bebemos!

[9] Aunque muchas veces no por no saber, sino por incompatibilidad con una realidad fea y hostil.

[10] Que la tiene, dependiendo de cómo se use.

[11] Beber como actitud, no como hecho físico.

[12] Llorar. En català en el original.

[13] Como anhelo abstracto, inaprehensible pero tentador.

[14] Que no existencialista.

[15] Pero en otro plano, más espiritual y menos físico.

[16] No física.

[17] Puede rastrearse el listado en el Cuadro BBL, referente al sexo.

[18] De común acuerdo tácito.

[19] Caricias y carantoñas asociadas.

[20] Con el compromiso formal por ambas partes de no trascendencia.

[21] Sólo por ejemplo, por buscar algo que empezase por la letra F, por seguir la senda de mi entonces teoría de la F trigeminada: filosofía, funcionariado y fontanería.

[22] No puede esperarse otra cosa a según qué horas de la madrugada.

[23] Porque en ella sentí que no era lo que me correspondía.

[24] Cuando los había, porque en aquella época todos eran fijos.

[25] Incluso años: en ocasiones, ni llegaba a producirse.

[26] Que en general hacen del encuentro una feliz coincidencia.

[27] O lo hizo o alguien allegado, pero acabé haciendo mía la idea.

[28] Generalmente de los verdes, por ser una cantidad accesible que garantizaba unas cañas futuribles.

[29] En una en el anverso; en la otra, en el reverso.

[30] Igualmente provenía de la Nada.

[31] Por no haber puesto en su día el nombre.

[32] Sin temor a errar en gran medida.

[33] Terrones entre coches aparcados, jardines mal cuidados…

[34] Y otros tantos de regreso.

[35] También aficionada al 2x4, a la sazón novia de Andrés GHANA

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta