KAGAN

KA - 3.1.

Curros

saharauis

Instituto   Ramiro García

1992

113

 

 

A lo largo de la vida de cualquier persona van apareciendo diferentes trabajos más o menos remunerados que configuran un historial irrepetible, aportándole experiencias cuya riqueza va constituyendo la personalidad en función de los aprendizajes. Además de éstos, hay otras cosas que sin poder llamarse trabajo, también se encuentran en la misma línea: son bobadas, entretenimientos, gilipolleces, fruslerías, pérdidas de tiempo… éste es el caso que nos ocupa.

Por motivos totalmente secundarios, de acomodo en el calendario, me tocó ser un trabajador de relleno en la Secretaría del Instituto Ramiro García aquel verano. No podían dejarme sin trabajar[1] pero tampoco tenían lugar al que endosarme que no fuera éste. Así, me tocó hacer un paripé patético y peripatético: cada día, sin más obligación que ir a una hora más o menos adecuada (aproximada, sin fichar)… recorría durante un paseo matutino la inacabable distancia que separaba mi domicilio[2] del Instituto Ramiro García[3]. Nada menos que un itinerario casi turístico me llevaba de punta a punta de este pueblo tan alargado como interminable.

Además, durante la jornada laboral en el Instituto Ramiro García, mi única misión consistía en ordenar expedientes, hacer múltiples tareas tan mecánicas como infructuosas: claramente inventadas ad hoc para mantenerme ocupado durante aquellos días estivales que por otra parte yo me distraía llenando de literatura. Principalmente leyendo, porque aquel palacete medieval que albergaba el Instituto Ramiro García tampoco me resultaba lo suficientemente sugerente o inspirador[4].

Permanecer allí era toda mi tarea, además de ordenar papelotes. La única labor “fructífera” de aquellos días consistió en recuperar –por encargo– la foto que Agustina HUMOS había dejado en el lugar, acompañando un historial que hacía años ya sólo era recuerdo. Esto[5] fue lo poco que ha quedado en mi memoria de aquel verano del ’92. Saludar a los conserjes al entrar y salir, el frescor de lo que en su día fueron patios medievales, caballerizas… ahora reconvertidos en aulas y dependencias, constituye el complemento ambiental de aquellas mañanas para mi recuerdo.

En el ambiente se respiraba el espíritu de otros días. Las paredes albergaban, estaban impregnadas del bullicio adolescente que durante el curso habitaba el interior de aquel palacio. Casi deseaban aquella normalidad que el verano les hurtaba, necesitaban aquella droga. El silencio que yo veía y masticaba era una especie de síndrome de abstinencia.

Para mí resultaba una experiencia extraña pensar que si mi vida de la infancia hubiera continuado en Kagan[6], aquél habría sido el sitio propio que contemplase el desarrollo de mi adolescencia. Para mí era como asistir a una especie de realidad alternativa que no había ocurrido y ya jamás podría llegar a darse. Otra vida posible, ya imposible.

Además de esto, aquel Instituto Ramiro García era el lugar en el que habían ido creciendo personas que después la vida colocó en mi camino[7]. Pero también el laboratorio de crecimiento de otras ya conocidas antes[8].

La sensación que esto me provocaba resultaba algo extraño: por un lado, demiurgo más allá de tiempo y espacio. Pero por otro, exiliado de una realidad que pudo haber llegado a ser la mía… que pudo haber llegado a ser mi vida.

El resultado, en medio de aquella soledad estival y cotidiana, fría mientras el día poco a poco se iba empeñando en crecer hacia un calor que a mi salida ya resultaba asfixiante… el resultado era la archiconocida sensación de esperar con más o menos paciencia a que pasaran los días: como en realidad ocurrió, antes que después.

Para mí aquella etapa fue simplemente algo intermedio, en otras palabras: una tontería. Una especie de visita turística a una realidad alternativa.



[1] Habría sido un agravio comparativo respecto a la gente de mi misma condición.

[2] A la entrada de Kagan desde Samarcanda.

[3] Casi a la otra punta, a la salida, cerca del barrio más antiguo.

[4] Con toda seguridad, la adjudicación de tareas me impedía cualquier creatividad: sentirme absurdamente infrautilizado de aquella manera… asesinaba cualquier posible brote.

[5] Junto con la dudosa efectividad de mi presencia allí, para dar apariencia de funcionamiento estival al centro.

[6] En lugar de haberme ido a Samarcanda con 8 años.

[7] Como Maika GRECA o Dolores BABÁ.

[8] Las hermanas Agustina HUMOS y Jacinta HUMOS, Rai ÁGIL y otros elementos de Los Campos.

 

 

Sonido

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