ZARAFSHON

ZA - 2.2.

Domicilios

de Zarafshon

Calle  Tizona

1993

122

 

 

El suelo de madera y los techos altos delataban la edad de la construcción, aunque resultaba agradable y acogedora. Salvo alguna cosilla secundaria[1] puede decirse en general que el piso estaba bien. Principalmente por la cantidad diaria de sol de la que disfrutaba nuestra habitación.

Para mí escribir junto a la ventana era todo un placer, aunque la inspiración no estuviera en sus mejores momentos. Dedicarle horas a la tarea resultaba gratificante. Era una forma de reconciliarme con una realidad que vista desde otra perspectiva no habría sido tan positiva.

La convivencia del piso la completaban un loro llamado Chufi y su dueña María José Chufi: era una chica simple y llana, cuyo horizonte existencial se reducía a darse morreos con algún tipo barbudo durante las fiestas folklóricas de primavera.

En fin, el piso se dejaba vivir y yo pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación, disfrutando de una vida literaria cuando me lo permitían el trabajo y las obligaciones conyugales. Estas últimas como de costumbre jalonadas por las infinitas mazmorras de la conciencia de Dolores BABÁ: habitadas a su vez por innúmeros fantasmas que volvían a hacerse presentes con cadencia imprevisible.

Vídeo, literatura, sexo, juegos psicológicos y algún que otro pasatiempo más… venían a completar la cotidianidad en aquel pisito de la calle Tizona que veía pasar los días sin mayor remordimiento ni ambiciones.

Poco a poco se iba acercando la obligada fecha de mi partida hacia tierras saharauis, donde me aguardaba ese otro exilio que reside[2] en la cuna: del que más difícil resulta escapar, porque se disfraza de hábitat natural.

Lo cierto es que la etapa en la calle Tizona resultó ser fugaz como la vida misma, porque antes de que pudiera darme cuenta ya era Historia. Con ese piso desaparecieron las costumbres, se alejaron los espejismos y apareció lo que sería realmente mi vida futura.

Quizá lo más entrañable del piso de la calle Tizona fuera precisamente su fecha anunciada de caducidad. Es probable que de haber sido un paisaje sine die se hubiera convertido en una asfixia para mi horizonte natural: una auténtica amenaza para mis aspiraciones, aun sin saber yo mismo cuáles eran[3]. Lo que sí tenía claro era cuáles no eran.

Aquel simulacro de vida conyugal, a pesar de ser cómodo y fácil, me resultaba de todo punto insatisfactorio. Probablemente fuera algo que genéricamente podría haber hecho extensivo a Zarafshon misma: un lugar amable en el que resultaba agradable la vida cotidiana. Sin embargo aceptar semejante status de cosas significaba para mí una renuncia implícita, porque era acomodarme al lugar: algo así como si yo fuera el contenido y Zarafshon el continente.

Con ello conseguía darle forma a mi existencia, moldear mi vida, sí, pero según un molde ajeno que yo adoptaba. No elaborando mi propio molde, modelando el futuro más trabajosamente, con más esfuerzo y sacrificio, pero otorgándole la impronta de mi personalidad. En otras palabras, aquella vida me licuaba.

Los rayos de sol que penetraban a través de la ventana del domicilio de la calle Tizona traían sin duda una energía que me servía para poner en marcha mi propio proceso clorofílico: el resultado del mismo eran las ideas, que muchas veces no cabían en las letras y querían escaparse por mil resquicios.



[1] Como el atasco del lavabo o la escasa funcionalidad de la cocina.

[2] Para cualquier ser humano, aunque no lo sepa o lo admita.

[3] O al menos, sin saber concretarlas con un plan existencial.

 

 

Sonido

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