Adolfo

Bar

Samarcanda

´76

´99

179

             

Contado así, en frío, parecería una escena sacada de una película surrealista: un montón de gente apretada en una sala pequeña, rodeada de ruido, voces y humo… todos comiendo patatas.

Con frecuencia suele decirse que la realidad supera a la ficción, así que podríamos concluir que la mayor de las ficciones consistiría en trocear la realidad y hacer con esos fragmentos un mosaico descriptivo del mundo en el que vivimos realmente: sin darnos cuenta por lo general de la carga artística y/o ficticia que tiene.

Algo así pasaba con el Adolfo, porque era un bar cotidiano, sin complicaciones de ningún tipo, sencillo como su nombre: un lugar al que ir a comer patatas y tomar algo a módico precio. Con eso está dicho todo, porque si el Adolfo se caracterizaba por algo era por no tener características. Al contrario de otros bares, en el Adolfo no coincidían personas de ningún gremio profesional en concreto, ni de ninguna ideología política o gustos determinados por ésta u otra cosa. Era, por así decirlo, un bar sin personalidad: tan impersonal que albergaba a cualquiera sin identificarse con nada en concreto. ¿Se puede llamar tolerancia? No creo, porque alguna vez[1] recuerdo haber asistido a escenas de reconvención pública por parte de alguno de los camareros… desconozco el motivo, pero me dejaron la sensación de que si en el Adolfo existía una convivencia pacífica de colectivos más o menos contrapuestos, era porque mantenían una diplomática ausencia de valores mientras se encontraban allí comiendo patatas.

Después de ese impass, fuera del Adolfo, probablemente empezaría o se retomaría la lucha de clases, los conflictos de intereses, las diferencias personales o cualquier otro tipo de problemas de los que por lo general existen en una comunidad humana, por muy cualquiera que sea.

Pero mientras se estaba en el Adolfo comiendo patatas, había una especie de tregua, un pacto implícito de convivencia, de no agresión[2] porque al fin y al cabo era el instante de eternidad que todo el mundo tenía en su jornada.

Como paraíso no era gran cosa, desde luego: comerse unas patatas mientras se toma una caña. Esto da una idea de cómo sería la vida fuera de allí, en una población provinciana como Samarcanda. Si el Adolfo era un refugio que permitía olvidar o aparcar temporalmente las penas, lo que nos aproxima pelaje de las mentalidades que por allí recalaban: conformistas hasta quedar satisfechas por un simple rato de esparcimiento mental, que no físico.

Nada de caviar ruso, champán francés en una isla desierta del Caribe, con el mundo a su alcance y premiándolo con un desprecio displicente. El contraste es aterrador: patatas y cerveza en un cuchitril atestado de gente que grita, entre el humo del tabaco y las fritangas. A los pies del mundo. Pero la Naturaleza es sabia y mientras uno estaba en el Adolfo, apretujado e incómodo, no pensaba en esas cosas… más bien la mente se llenaba con la idea de cuánto paraíso pueden llegar a albergar las cosas aparentemente más simples: un rato entre amigos, charlando rodeados de un bullicio que nos hace humanos y degustando algo que puede convertirse en un manjar aún siendo lo más simple. Los gritos de aquel camarero con eterna cara de niño y un atisbo de amargura conseguían sacarle a uno de aquellos pensamientos, tan agradables como una playa solitaria.



[1] Así, inconcretamente.

[2] Ni siquiera verbal o visual.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta