Beso

Pub

 

Samarcanda

´83

´90

418

             

 

El Beso quería ser un bar romántico y a veces lo conseguía: rollo parejitas acarameladas desgastando el reloj a base de picos. Pero también tenía otra vertiente: como cualquier relación de pareja, que no es sólo una cosa sino un compendio más o menos desequilibrado de muchas. Era la referida al refugio de espíritus más o menos incomprendidos… o al menos de malos momentos o bajones de los que todo el mundo tiene.

En los ratos más amorfos, menos entusiastas, el Beso era un lugar de reunión habitual para grupos de amigos: allí se veía la televisión, además de algún ciclo de películas aproximadamente picantes, como era costumbre al uso en la época del VHS. Se jugaba a las cartas y a los dardos, se charlaba, se fumaba, se bebía, se conspiraba y, como suele suceder en los sitios que son territorio marcado por una clientela habitual y mayoritaria, se miraba con recelo y cara de suficiencia[1] a quienes, aun siendo clientes, no llevábamos la etiqueta de habituales lo suficientemente grande como para tomarla en consideración.

El Beso era uno de los cuarteles generales utilizado por el círculo restringido de radioaficionados que éramos: Seco Moco, Amador Arlequín, Augusto Golfo, Jesús Onza y alguno más. Una especie de élite que no lo era tanto… simplemente agrupación por afinidades. Con el tiempo, el Beso acabó siendo simplemente uno de los bares en los que recalábamos Seco Moco y yo a diversas horas, dependiendo de cómo fuera presentándose el día.

Era un lugar acogedor y marronáceo: con corcho en las paredes… es decir, cálido en las noches en las que el frío se empeñaba en barrer las calles, pero refrescante durante las tardes de dominio del sol estepario. Un refugio de cañas con lima para combatir inhóspitas llanuras de clima adverso.

Una de las ventajas fundamentales del Beso era estar cerca de mi casa, lo que por lo general resultaba determinante para hacerme abandonar el cubículo. Tenía mejores cosas en qué pensar que en el alterne sin más objetivo que la pérdida de tiempo o el consumo del ocio que significa consumirse uno a sí mismo.

Pero Seco Moco tenía la virtud (o el defecto) de proponer actividades alternativas como atractivas… y yo sólo era un pimpollo fácilmente convencible, a la vista de la vida que se proyectaba tras aquellas actividades. Seguramente fue en una de éstas cuando Anastasia Abuela, al verme dejar los libros para irme con él, dijo llevada por una intuición que sólo entienden las abuelas: “Hijo, ¡no abandones los estudios!”

Aquella frase llegó a convertirse en un tópico entre Seco Moco y yo, que repetíamos entre risas mientras tomábamos copas: en el Beso o en cualquier otro antro semejante.

Los labios que el neón dibujaba en el cartel del bar prometían universos que yo jamás llegué a disfrutar y/o sufrir bajo su amparo, pero que, simplemente por el hecho de ponerse así ante los ojos, aparecían como verosímiles para quienes nos encontrábamos fuera del mundo de las parejas. Aunque las experiencias que contaba Seco Moco con su exmujer[2] no fueran precisamente halagüeñas para tentar a nadie hacia el mundo conyugal. El Beso nos vio muchos días[3] arreglando el mundo entre copas, dardos y vídeos, mientras por sus rincones iban sonando, caprichosos, los chasquidos de besos ajenos, de parejas en su salsa. Una referencia, por modélica y por oposición, para quienes recorríamos efervescentes sus pasillos… a la espera de otra realidad[4].




[1] De arriba abajo.

[2] Magdalena Ref. Seco Moco: la paquera, como él decía.

[3] Quizá más de los debidos, a la vista de lo que ofrecía o albergaba.

[4] Que finalmente se reducía a las miradas lujuriosas que Jesús Onza lanzaba a carteles de Margaux Hemingway que decoraban el Beso.

 

 

Sonido

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