Cansino

Cafetería

Samarcanda

´92

´96

248

           

 

A veces me pregunto si el Cansino de Samarcanda era algo más que un espejismo: si existía realmente en el mundo material o se trataba sólo de una entelequia cualquiera, como las instituciones en general. De hecho tenía un lugar físico bien concreto: casi entrando en el centro de Samarcanda.

Pero esto no convertía al Cansino en algo existente: de hecho no sabría cómo clasificar al lugar, si como bar, cafetería o algún otro concepto semejante. Lo cierto es que yo sólo accedí un par de veces a su interior por aquella puerta. En ambas ocasiones durante ese momento incierto que es un día recién amanecido.

La forma inexplicable de sus desayunos, precedidos por su fama, fue el motivo por el que en su día acompañé a alguien en aquella aventura indeterminada. Al menos una de las veces nos quedamos sin desayunar: según dijo el malcarado camarero, aún no estaba disponible la máquina y debíamos esperar media hora… motivo más que suficiente para salir pitando de allí, alejando de nuestros ojos y nuestros ánimos aquel infecto olor a naftalina (metafísicamente hablando). La solución estaba bien cerca, otra chocolatería que había en el callejón sin salida que en la actualidad ocupa el Capitán Geriátrico.

Al menos otra de las veces que lo intenté sí que llegué a desayunar en el Cansino el chocolate de rigor. Al comprobar que no era gran cosa, nada del otro mundo: no llegó a convertirse en un ritual fijo… pasó a ser algo tan anecdótico como extemporáneo.

La tercera chocolatería en la discordia de las frías madrugadas estaba en una avenida cercana al hospital: allí también tenían aguardiente. La cuarta era un caseto en un lateral de aquel mismo hospital. La quinta estaba junto al Lombardo y me costó algún que otro disgusto. Una sexta tenía su fama algo más lejos y a trasmano: casi saliendo de la ciudad, cerca del puente.

Aventuras chocolateras aparte, el Cansino era un lugar amarillento: un poco por lo rancio, otro poco por la luz del amanecer y un poco más por la envidia que destilaban los allí presentes… viejunos renegados, a la vista del bullicio juvenil que exhalábamos. Bueno, el desayuno tampoco era un acontecimiento que pudiera dar mucho de sí… los parroquianos nos miraban de hito en hito, esperando que nos marcháramos para regresar a su tranquilidad, propedéutica del nicho.

Según parece allí fue donde tuvo lugar la anécdota más famosa del Cansino. Uno de los habituales tenía por costumbre mirar en el periódico de cada día la hoja de los fallecimientos. Tras unos instantes, le decía aliviado al camarero: “¡Qué bien, no estoy!” y le pedía un café. La anécdota era conocida por los demás habituales del lugar. Tanto es así que el día que el protagonista murió, uno de sus amigos (o al menos conocido) le pidió el periódico al camarero y al ver el nombre del fallecido entre las esquelas, exclamó: “¡Vaya, hombre! También este fulano parece tonto… para un día que aparece en el periódico, no viene a mirarlo…”

El asunto transmite un profundo y poliédrico mensaje sobre la condición humana, el humor negro y las diferentes maneras de enfocar/abordar la muerte. Baste decir que resulta sintomático el hecho de que el suceso se diera precisamente en el Cansino, porque responde a la perfección al espíritu que allí se respiraba[1]: como una burbuja irreal, alejada del tiempo y la materia. Parecería que el Cansino es un lugar suspendido en el espacio, sin gravedad: más allá de sí mismo no reconoce cuestiones importantes, sean humanas o divinas.




[1] Y supongo que a día de hoy continúa haciéndose.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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