Shakespeare

Mesón

 

Samarcanda

´84

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251

             

 

Su principal activo y atractivo era estar en el centro de Samarcanda, uno de esos sitios que te aporta la conciencia y la ilusión de estar en el centro del mundo. Aunque en realidad sea sólo el centro de tu mundo en ese momento. Por otra parte, algo que se puede decir de cualquier sitio en cualquier momento.

Pero la del Shakespeare Mesón era la ilusión desenfadada, distendida. De esos instantes en los que parece que la vida de verdad va a empezar en cuanto uno salga de ahí. Algo así como un remanso que permite desconectar de la vida en general como tortura. Un oasis de cañas y tapas típicas.

Por todas estas razones y más[1] era un lugar recomendado por los organismos destinados a marcar las pautas de comportamiento de los extranjeros desde el momento de su llegada a Samarcanda. No en vano el Shakespeare Mesón tenía este nombre. Pretendía ser un exordio iniciático, la toma de contacto del extraño con la cultura en su versión del alterne.

En el Shakespeare Mesón el ambiente era distendido, despreocupado. De fiesta que empieza, sin pararse a pensar en las consecuencias[2]. De puesta entre paréntesis del contexto. Algo así como un instante suspendido en el tiempo, un instante que ha dejado de tener tiempo.

A esto contribuían, sin duda, dos factores fundamentales. La ubicación en el centro, como ya se ha dicho, era uno. El otro venía condicionado por el hecho de tener que subir unas escaleras. Con la ansiedad del momento, con el vehemente deseo de las cañas habitando el corazón del extranjero, más parecían una auténtica ascensión al cielo. Aunque pueda dar la impresión de algo simple, primario y ciertamente estúpido, al ser humano le afectan este tipo de situaciones: le condicionan el comportamiento y los procesos de pensamiento. Saberse por encima del resto del mundo, aunque se trate de algo puramente físico, aporta a la conciencia y a la vivencia del instante un plus de superioridad. Éste condiciona comportamientos y respuestas (verbales, físicas, etc.) muchas veces de manera inconsciente.

Por eso puede decirse sin temor a la equivocación: el Shakespeare Mesón y por extensión quienes lo ocupaban en cualquier instante, sufrían una variante de complejo de superioridad aplicada a los bares. No deja de ser cierto que estar en su interior: con la vista dominando el centro de Samarcanda a través de sus ventanales, con la donosura que imprime a la personalidad el hecho de tener un vaso en la mano, con el cerebro bajo la fungible euforia de alcohol en la dosis adecuada, con el ánimo empujado por las instrucciones de quien domina al menos ese mundo y se aviene a enseñarnos cómo funciona… son unos factores que, sumados a lo ya dicho antes, otorgaban al protagonista de la escena la sensación de ser el dueño de su futuro, si no del mundo entero.

Por tanto, un éxito el del Shakespeare Mesón. Quien se enrolaba en su tripulación tenía la impresión, la convicción de ser dueño de su vida y de sus actos. Al menos mientras se encontrara bajo su influjo, en la constelación maracandesa. Pero no sólo eso: también el convencimiento de poder compartir semejante don con el prójimo. Sobre todo a través de la noche, ese territorio seductor e ignoto que a buen seguro no tendría ya ningún secreto para quien estaba bajo la piel del Shakespeare Mesón y se disponía a descender al mundo. Ahora bajando aquellas escaleras que amablemente le devolvían a uno de nuevo al centro del Universo.




[1] La de ser resumen de la mentalidad uzbeka en los momentos de ocio, por ejemplo.

[2] A pesar de ser universalmente sabido que cualquier fiesta modifica el mundo de manera irreversible: a veces, incluso para bien.

 

 

Sonido

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