Caña

Bar

 

Samarcanda

´80

´98

192

             

 

A caballo entre la vergüenza y el orgullo, muy cerca de ese centro del mundo que es la plaza principal de Samarcanda, se encontraba el Caña. Una especie de refugio casi nuclear, cuyo acceso parecía una boca del Metro: escaleras hacia abajo, para introducirse en un sótano infecto y sin ventilación natural alguna.

Pero todo eso era lo de menos, porque allí lo importante era comer, como en la mayoría de los sitios de alterne a la hora del vino y la caña. El entorno se diluía, desaparecía entre las más que jugosas viandas. Y las del Caña eran ciertamente tentadoras: una de las tapas con mayor éxito era la del morro de cerdo frito (la jeta, que le dicen). Sobre este asunto, el éxito de la cara del cerdo entre el público maracandés… alguien debería hacer un estudio que desentrañara el significado profundo que metafísicamente se esconde tras la apariencia de un mero gusto gastronómico: no sé, significado político, esas cosas[1].

El tamaño del Caña y su capacidad para asumir el flujo de clientela resultaba todo un aliciente a la hora de aventurarse en sus entrañas. A pesar de pertenecer al grupo de los bares infernales[2], no contaba con ningún elemento demoníaco… si excluimos el asunto de la gula, tan tentador. Más bien transmitía la impresión de formar parte de la Samarcanda ortodoxa: la de los propietarios y especuladores, la de los padres de familia con misa dominical y todas esas zarandajas… espejismos de Ética.

El Caña ofrecía varias posibilidades de permanencia durante el rato de las cañas: por un lado, la barra. También tenía unas cuantas mesitas un poco a resguardo, en un aparte. Otra de sus ofertas era la típica repisa pegada a la pared, para aguantar las consumiciones. Por último, el recurso siempre socorrido de quedarse de pie mientras se deglutía y bebía… con un poco de conversación, a ser posible.

Pero esta tarea muchas veces encontraba más dificultades de las que en principio pudieran imaginarse o preverse: con más frecuencia de la deseable, la cantidad de gente impedía una comunicación óptima. Sobre todo por el ruido ambiental y la incapacidad de movimientos, fuera de empinar el codo y trasegar las viandas.

A menudo la visita al Caña se hacía de forma rápida precisamente para huir del mismo ambiente que poco antes se había buscado con fruición: típica contradicción humana, sin duda. En esos casos quedaba para la salida el típico comentario acerca de la imposible situación interior, una vez superada.

Como puede verse, la contradicción y el masoquismo son evidentes, sólo salvados por la cuestión gastronómica[3] y el consuelo de haber formado parte de la mítica maquinaria inconsciente que permite a sitios como el Caña tener semejante fama. A pesar de los apretones y el olor a fritos. Nadando literalmente entre los buenos humos de su cocina y los malos humos de la clientela: siempre contrariada pero incapaz de admitir su estulticia, cayendo una y otra vez en la manida mitología del eterno retorno.




[1] Aunque no soy un experto en el tema, ya vaticino que las conclusiones simbólicas no dejarían indiferente a nadie. Es más, puede que a unos cuantos les sirvieran como un espejo en el que contemplarse desnudos, suponiendo que su instinto de supervivencia tuviera a bien soportarlas como válidas: una radiografía del alma.

[2] Por el asunto de descenso previo a la entrada a su interior.

[3] Tan fugaz como una estrella.

 

 

Sonido

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