Lorne

Bar

 

 Zarafshon

´93

´94

210

             

 

Más que un negocio o un establecimiento, el Lorne se había convertido ya en una institución allá por el ’94, cuando yo lo conocí. La sociedad humana en general tiende a construir mitologías domésticas a partir de costumbres, lugares o personas. Zarafshon no iba a ser menos. Es una de las huidas clásicas del vacío: darle trascendencia a lo cotidiano para que no se agote en sí mismo… ¡como si así se pudiera luchar contra la Nada!

En lugar de aceptar lo fungible de la vida, su paso sin mayor importancia… elevarlo a categoría superior, casi ontológica, negando la realidad. Algo así como lo que de forma rimbombante se ha denominado intrahistoria. Luchar contra la Nada en lugar de aceptarla como algo natural. El afán de perdurar al estilo “Kilroy was here” en las infinitas versiones: otorgando trascendencia a lo que esencialmente es inmanente.

Pues esto era el Lorne. Una tasca cutre situada en medio de un barrio impersonal de gran ciudad. El sitio era acogedor, sin duda. De esos lugares que abrigan la soledad en medio de una sociedad aterida. Una especie de cuartel general para soledades irredentas, un lugar de culto porque a fuerza de repetir rituales sencillos[1] los ha elevado a religión cotidiana.

Suelen ser las mismas personas quienes se encuentran en el Lorne, haciendo las mismas cosas. Ha llegado un momento en el que ya no importa si las cosas son importantes o no. A fuerza de repetirlas se han convertido en algo con el carácter suficiente para otorgarles entidad: es el horror vacui.

El ambiente del Lorne era una mezcla de colores amarillento y negro. Casi la calidez cotidiana del humo mezclado con los vinos, los licores y las voces del resto de los clientes. También eran famosos sus bocadillos, casi un respiro. Una forma de restituir fuerzas a quienes trabajaban sin parar en el mundo real. Como náufragos que encontraran su isla o desahuciados en el desierto llegando al mítico oasis.

Aproximadamente por aquella época, sobre el ’94… habían hecho un cortometraje sobre el Lorne. Una película que se convirtió en todo un acontecimiento para la sociedad de Zarafshon en general. Una mirada de ombligo como otra cualquiera. La forma de demostrarse uno a sí mismo que es importante sólo a fuerza de repetirlo… en cuantos más idiomas, mejor.

Así nacen las religiones, sin duda. Como un producto cuyo éxito reside principalmente en el refuerzo positivo de quienes lo han inventado. Una cooperativa que después intenta exportarse por si tuviera éxito en el exterior.

Pero el Lorne simplemente se dejaba hacer. Aunque nunca hubiera pretendido ser eso: un invento de frikies, especialistas en descubrir américas en los retretes. Más bien le habría gustado ser una especie de monasterio pagano en el que pudieran olvidarse cotidianamente las penas inherentes a la condición humana. Hacer piña entre quienes comparten fatigas, eso sí. Ser un refugio, un albergue que consuela con su remedo de calor familiar a quienes por muy distintas circunstancias se encuentran huérfanos de cariño en medio de la estepa humana.

Sin mayores pretensiones. Casi podríamos decir que quienes pretendieron hacer del Lorne un lugar de culto, en realidad lo profanaron. Privándolo de esa entrañable característica que se llama anonimato… también deseable para los seres humanos.

Sacar al Lorne de lo doméstico, que le gustaba y correspondía, significó traicionar su esencia, tan dulce como amistosa. Reservada sólo para los íntimos.



[1] Como los juegos del ocio: naipes o dominó. Como el eterno retorno de vinos y aperitivos.

 

 

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