Mambo

Bar

 

  Samarcanda

´82

´97

209

             

 

Abajo, copas y cervezas. Arriba, bocadillos, cervezas y copas. Así de primario era el Mambo. Guinda, manchada y absenta. Las tres calaveras de la alta tensión en aquel descubrimiento de América.

Un callejón sin salida, física y metafísicamente hablando. Parada de postas para el estómago en la noche maracandesa. Aunque Navajo estuvo haciendo allí bocatas una temporada, el atractivo del local era otro. A caballo entre lo cutre tradicional de las tascas sesenteras y el ambiente progre en los ’80.

Resultaba un local de transición parecido al Cansado o al Ayunas. En las entrañas de todos ellos latían músicas invitando a una revolución que por desgracia siempre terminaba en resaca.

Por allí, por ejemplo, circulaba la nínfula sin nombre que asustaba a la concurrencia con su bigote. Mosquetero tentador con su órbita alrededor de actos prohibidos.

Otra muestra de miscelánea: sobre aquellas mesas una noche había una pareja morreándose. Él giró media vuelta, dejó un vómito histórico sobre el suelo, que ya estaba bastante maltrecho. Acto seguido, volvió a girar la cabeza y continuó con la tarea del morreo. Su acompañante ni se enteró. Así eran las sensibilidades a esas horas. De fondo, documentales sin voz en la tele y música de buen rollo a todo trapo.

Los históricos apretones humanos a la entrada y la salida del Mambo, con unas escaleras de vértigo incluso para los serenos… fueron un proverbio que sólo supimos interpretar con el paso de los años.

Yo conocía el Mambo por referencias desde mis tiempos de San Boato. Era el oasis al que se remitían los elementos underground de aquel ambiente, para amenazar con la vida a aquella torre de marfil, pretendida propedéutica de matrimonios y sacramentos. Un tentador halo de malditismo para aquel universo de pijos en burbuja: antropología pura.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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