Pepita

Pub

 

Samarcanda

´97

´99

408

             

 

Para penetrar en el Pepita había que bajar unos escalones, pero eran pocos. Esto acercaba ligeramente el local al grupo de los infernales. Pero era más bien un purgatorio de andar por casa. Aparte de su decoración retro[1], los carteles comerciales de época y una estética de postguerra, al estilo topolino… hacía hincapié en lo más atractivo de una época que sin duda fue horrorosa para la población de entonces.

Pero todo eso resultaba indiferente porque al Pepita yo iba a divertirme. A disfrutar de la noche, la música y el buen rollo de la compañía. Para eso, entre otras cosas, estaba el plantel de camareros. En nuestro caso era Paloma Pepita, una camarera amiga de Felipe Anfetas cuyo trato resultaba tan delicioso como las consumiciones a las que nos invitaba.

Poco a poco fuimos haciendo excursiones cada vez más frecuentes a verla, para disfrutar de su compañía, el buen ambiente del Pepita, la música… En una de ésas coincidió que me hablaron de un bourbon que yo no conocía y había sido la debilidad de Janis Joplin: el Southern Comfort.

Por aquellos años, sobre el ’97, yo era abstemio. Pero el nombre del bourbon resonaba en el interior de mi cabeza con una musicalidad cercana al concierto más vital imaginable. Me traía recuerdos de Minerva GOMA allá por el ’89, entre otras cosas… además la insistencia desinteresada de Paloma Pepita[2] y los ánimos de Felipe Anfetas, hicieron que me decidiera a entrar en el mundillo del bourbon macerado con melocotón.

La experiencia sin duda fue histórica. Supuso mi vuelta al mundo del alcohol tras 3 ó 4 años de abstinencia. Ahora, con la distancia histórica, constato que en realidad el color del Pepita era más parecido al del Southern Comfort que a cualquier otra cosa en el mundo. Puede que la memoria me engañe, idealizando o deformando aquel pasado.

En todo caso, paulatinamente fueron identificándose los distintos elementos hasta quedar aglutinados en mi memoria. Pero no como confusión, sino como asociación. Era casi un poliedro con el que los recuerdos jugaban a irisar mis sentidos. Los cristales de colores del Pepita, las evocaciones de alguna chica de mi juventud, el alcohol ambarino penetrando en mi cuerpo alegremente, la música acunando aquel dulce suicidio… sin duda el Pepita era lugar propiciatorio. Un sitio amigable y cómodo, cuyos taburetes altos invitaban a elevar el ánimo.

Durante las largas veladas que consumí mi ocio apoyado en su barra, daba la impresión de que el tiempo se alargaba o no existía. Pero era sólo una idealización a la que capciosamente tendía una mente como la mía, empecinada en que la realidad fuese algo más de lo que realmente era.

Quizá el Pepita perdió todo su encanto una noche en la que Paloma Pepita nos invitó a cenar a su casa, muy cercana a nuestro domicilio de Conde Drácula. También estaba su novio, a quien lo que más importaba en la vida era el fútbol.

Paloma Pepita, nuestra llave hacia el paraíso llamado Pepita, se encontraba con los sueños llenos de teatro, su verdadera pasión más allá de aquel oficio provisional de camarera. Sin embargo, el corazón la había arrastrado hacia el abismo ingrato de un cónyuge futbolero. A mí me daba igual, francamente, pero conocer aquella historia desanima sobremanera.

Con eso en la trastienda, ya podían multiplicarse las promesas de mundo idílico que nos hacía Paloma Pepita hablando de Folegandros, la paradisíaca isla griega… La noche dejó de ser propicia, por muchas cuentas de colores que tuviera el Pepita.




[1] Color jade, muy acogedor gracias a la madera. Con tonos ambarinos.

[2] Que a su vez me recordaba en físico y gestos a la Araceli BRUMA del ’88.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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