Sancho

Cafetería

 

Samarcanda

´78

´83

 599

             

 

Para mis ojos de niño el Sancho era una especie de santuario. Lo idealizaba casi sin querer, porque se encontraba en mi trayecto de cada día: lo recorría camino a casa desde el colegio, los Franciscanos… y viceversa.

Como bar el Sancho no era nada especial. Sólo un garito con una cristalera grande (casi un escaparate) cuyo interior marronáceo me hacía imaginar mil historias que no sabía concretar ni podría narrar ahora. Era imaginación en estado puro, inmaterial, de sensaciones desconocidas y nunca experimentadas. Seguramente sugeridas para mi mente por las escasas y lejanas percepciones que generaban las imágenes de barbudos y progres de finales de los ’70, circulando casualmente alrededor de su entrada cuando yo en ocasiones puntuales pasara cerca.

Recuerdo lejanamente haber entrado alguna vez más tarde, quizás en los ’80, para investigar su interior. En mi memoria aparece tétrico, aderezado con humo de mil tabacos y ambientado con el color del whisky. Seguramente no fuera más que una de aquellas tascas progres en las que se daba cita la juventud de entonces. Un poco almibarada por sesiones de morreos tan típicas del amor libre.

Contemplar el Sancho al pasar ante su puerta me provocaba cierta inquietud, quizá la de saber que algún día yo también tendría edad para entrar en aquellos ambientes tan intrigantes. Aunque nunca me atrajeran, ni tampoco llegara a frecuentarlos. Formar parte del mundo adulto era algo así como una amenaza de vida llegando desde el futuro. Prometiendo esperarme tras cualquier año convertido en esquina del tiempo.

Lo mismo que hace la muerte, en ocasiones jugando al disfraz de promesa. Pero otras veces, en cambio, dándonos la seguridad de que tarde o temprano acabaremos en la penumbra de sus luces intermitentes.

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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