Suburbano

Pub

 

Samarcanda

´98

´99

524

             

 

Como tantos otros bares, el Suburbano, para intentar salir del montón y abandonar la mediocridad, se puso el disfraz fácil de algo conocido universalmente. Así, con unos cuantos elementos decorativos y una disposición de su interior adecuada a la referencia del Suburbano, ubicuo en gran parte del planeta, llegó a los aledaños de la zona de marcha en Samarcanda.

Sin ser escandalosamente famoso, todo el mundo sabía dónde estaba. Era una referencia y como tal ha sobrevivido muchos años. Si hacemos caso del Google, todavía está en activo.

El Suburbano no era una cosa del otro mundo. Un poco claustrofóbico, con techos bajos que daban impresión de ratonera. Pero la barra estaba dispuesta de manera que al menos daba impresión de amplitud. Sólo entrar a la derecha había un rincón algo antipático a la vista. Por supuesto, como ocurre con frecuencia en los bares que lo tienen, enseguida tendía a ser ocupado por quienes tenían previsto quedarse largo rato. Es lo que en argot se llama “el rincón de los borrachos”, motivo por el que me lo apropié casi de inmediato en mis acercamientos al Suburbano cuando le llegó el turno de mis noches.

Es cierto que la época ya era de horas bajas, tanto para el entorno como para mí: corría el ’98. Mis intenciones no eran volver a la circulación por semejantes circuitos, en absoluto. Ni estaba en edad ni tenía previsto convertirme en un copero crónico y caduco[1]. De hecho, si las circunstancias me llevaron a frecuentar el Suburbano fue más bien por un cúmulo de casualidades: la de pretender a Araceli del BALANCE y que ella trabajase allí son las dos más relevantes para el caso.

Por decirlo así, yo era el elemento plasta que se encuentra siempre en algunos bares. Ajeno a cualquier otro interés[2], este individuo arquetípico ignora las cosas que no tengan que ver directamente con su objetivo. El plasta era yo y el objetivo Araceli del BALANCE; para optimizar mi tarea me valía de todas las argucias y estratagemas a mi alcance, con el fin de hacerla reír constantemente. Apagando así un silencio tan deprimente como el de la música resonando en un bar vacío: el Suburbano, en nuestro caso.

Para eso, nada mejor que las carcajadas. Lo conseguía constantemente, porque para algunas tareas tengo un natural gracejo: no nos engañemos con falsas modestias. El resultado era que entre ambos transformábamos sus ratos de hastío en diversión a raudales. Pocas cosas hay que desanimen más a un camarero que ver pasar las horas sin animación a su alrededor, mano sobre mano en lugar de servir copas.

Después, cuando Araceli del BALANCE terminaba sus obligaciones laborales, salíamos a reír por otros paisajes. A buscar otros bares que amplificaran las carcajadas, ya sin su yugo, sin el encierro obligado. Sólo con ese otro, elegido… el claustrofílico.

El Suburbano, por tanto, no puedo evaluarlo objetivamente porque para mí nunca fue un fin en sí mismo. En esto se pueden reconocer los lugares fundamentales, importantes, de la propia vida. Cuando el lugar es importante independientemente de lo que haya pasado en él, es porque se ha convertido en una de las habitaciones del alma. Ya ha traspasado la frontera de los aprioris, está más allá del espaciotiempo… si se quiere decir así, es eterno.

El Suburbano para mí nunca fue uno de éstos. Más bien un mal necesario, algo así como el cuerpo para poder ser una persona. Un instrumento al que le saqué todo su jugo, pero que en ningún momento escapó del mundo de la mera materia.




[1] Al más puro estilo de la Tuna.

[2] Como el ambiente, la concurrencia o elementos que suelen ser relevantes.

 

 

Sonido

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