El chaval ligur

Pub

 

Samarcanda

´89

´99

281

             

 

Subir las escaleras suponía entrar en un barco: por eso el populacho le llamaba El submarino. Esto significaba que a pesar de estar elevado proporcionaba al cliente la sensación de zambullirse en un océano inabarcable y atrayente: como suelen serlo los abismos mejor disfrazados.

El chaval ligur era uno de esos pubs ambientados a conciencia. No una mera chapuza con los cuatro motivos traídos por los pelos. Resultaba una muestra del buen hacer: la madera y el metal lo llenaban todo, de ahí la impresión constante de estar siendo transportado. Flotando lejanamente sobre algún mundo desconocido.

Un sitio bien pensado, en una palabra. Al entrar a la izquierda, un altillo reducido con barra diminuta: con capacidad para un par de grupos de amigos habituales, parecía un yate a escala… tan acogedor como agradable. Si seguías hacia adelante, ya te metías en el mogollón con todas las consecuencias: pero con el detalle y la deferencia de que a la derecha, antes de la barra había un guardarropa.

Una vez traspasado ese umbral iniciático: pequeña pista de baile a la izquierda, bajo la supervisión de unas ventanas elevadas desde las que el disc-jockey controlaba la situación. A la derecha, bien larga y pertrechada, la barra. En su interior[1] un ejército de camareros disfrazados al más puro estilo marinerito. Camisa rayada en azul y blanco, sonrisa bronceada… Aguardaban atentos y serviciales la llegada de la masa enfebrecida de bebedores compulsivos que con infinita frecuencia solían atiborrar el local.

Durante una buena temporada Josema formó parte de ese ejército: uno de los incondicionales de la noche desde el interior de la barra. Con su presencia no sólo estaba garantizado el bebercio a mansalva[2]. También y ante todo había camaradería con plena seguridad, lo que para mí era mucho más importante.

Por muy tontorrona que estuviera la noche, apático el ambiente o vacíos los bares de turno: Josema era un baluarte de risas y buen rollo en El chaval ligur. Muchas veces fui por ellas más que por el alcohol, no obstante siempre bienvenido: entrar en ese universo[3] venía aparejado de un buen rato de complicidades con Josema.

De hecho no sé si he llegado a ir al El chaval ligur alguna vez que no estuviera él. Para mí el garito carecía de alicientes. Incluso con la segunda pista de baile, al fondo a la derecha, al final de la barra… que parecía reservada a los desparrames más fuera de tono. Un reducto excepcional, porque en principio El chaval ligur era un lugar serio: frecuentado por gentes del mundo jurídico y similares. Pijos, en una palabra.

Pero también había sitio para nosotros: los que disfrazados con apariencia de normalidad íbamos a mear fuera del tiesto. A poner una bomba de risa en la noche del submarino. Una carga de profundidad que acabase metafóricamente con todos los impresentables que allí se reunían… y eran muchos.

En el fondo sus consumiciones subvencionaban indirectamente las mías. Gracias a la política de Josema, de compensación y equilibrio entre universos antagónicos.

Cuando yo llegaba al El chaval ligur, la de Josema era una cara que despertaba del hastío. Al marcharme, su sonrisa cómplice ocupaba el fondo del océano: habíamos conseguido hacer una burbuja inmortal como la noche, en el aburrido mar maracandés.




[1] Ligeramente elevada pero algo claustrofóbica, por estar enmarcada entre tubos y manómetros.

[2] Entre tanto mogollón, aunque hubiesen querido, sus jefes no habrían podido controlarle.

[3] Por ejemplo, con unos baños metálicos, tan fríos como sugerentes.

 

 

Sonido

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