Da Vinci

Bar

 

Samarcanda

´87

´97

448

             

 

Sí que se bebía (y mucho), pero ante todo al Da Vinci se iba a comer. Al menos en nuestro grupo de alterne, era un local reservado para esos momentos de desfallecimiento del cuerpo debido a la cantidad de alcohol… o las muchas horas deambulando por las calles maracandesas.

El local en el que estaba montado el Da Vinci era largo: entrabas y la barra quedaba a la derecha, delimitando así un pasillo en el que servían las copas como en penumbra, inmenso[1]. Desembocaba en un salón interior, pero grande como un patio: lleno de mesas y con un mostrador-barra a la derecha. Aquel mostrador no era más que una vitrina de cristal repleta de alimentos. En él podían contemplarse[2] todas las viandas disponibles para ser degustadas: fiambres, quesos, carnes… Aquello resultaba un muestrario de pecados en medio del infierno. Uno no sabía por qué decidirse, de ahí que dispusieran de una carta de sándwiches y bocadillos capaz de abrirle el apetito al más desganado.

Todo lo que se comía con los ojos era imposible de ser devorado, deglutido y digerido, está claro. Más que nada porque cuando llegaba el bocadillo ya hecho, unos 5 minutos después, habías empezado a beber cerveza y no te cabía tanta comida en el estómago… no te cabía ni la menor duda.

Aunque sólo fuera por amor propio, rabia o gula: generalmente el plato acababa vacío. Entre trago y bocado, arreglar el mundo. A título individual[3] o a nivel colectivo, macrosocial[4].

Para mí el rato que estaba en el Da Vinci, dedicado a la gastronomía, era una especie de impass en el que no contaba el tiempo. Un trámite imprescindible para poder seguir adelante en el viacrucis particular de cada noche.

Se recuperaban fuerzas, claro… generalmente las mismas que se necesitaban para poder continuar la lucha contra los fantasmas. No los de fuera, sino los interiores: empeñados en sobrevivir y no dejarse ahogar por comida o bebida alguna.

Fueron infinitas las noches que el Da Vinci me salvó del desfallecimiento. Más que del físico, resultó un antídoto contra la falta de fuerzas mentales. Tener uno de sus bocadillos entre las fauces reconciliaba con el mundo: sobre todo si era un Da Vinci, la especialidad de la casa.

Tras una visita a su interior, el gladiador que uno llevaba dentro salía a relucir con renovadas fuerzas. Si uno había sido capaz de comerse un bocata de aquéllos ¿no iba a ser capaz de comerse el mundo? ¡Pues venga, otra vez en pie y a buscar la noche, los amigos, las charlas! Puede que el ambiente marrón y verdoso del Da Vinci, con un toque anaranjado oscuro, no fuera la mejor decoración del planeta, pero eso ¿a quién le importaba?

El conjunto cromático se asemejaba mucho al color del caramelo: eso parecía la noche. Presta a ser abordada por uno ya sin cortapisas a la salida del Da Vinci, con los únicos débitos carnales provenientes de la lujuria. Mirando el luminoso con su rostro que había a la puerta, pensabas: sin duda un gran inventor, el tal Da Vinci.




[1] Al menos a mí el trayecto se me hacía eterno hasta alcanzar el final.

[2] Igual que se hace en los acuarios, pero con carne.

[3] Planificando qué hacer con el resto de la noche o con quién intentar hacerlo.

[4] Despotricando contra los políticos, las instituciones o cualquier objetivo clásico del terrorismo dialéctico.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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