El pollo

  Tasca

Samarcanda

´87

´91

233

           

 

El nombre ya decía mucho de la personalidad del sitio: nada sofisticado… directamente se encaminaba, se dirigía sin pudor a lo que puede llamarse sin sonrojo el proletariado.

En realidad El pollo sólo era una tasca adaptada para servir comida a diestro y siniestro… ni siquiera llegaba a ser mesón: platos básicos para grupos, enfocados directamente a fiestas de perfil económico.

Allí iban a parar en sus mejores horas colectivos laborales que se hermanaban entre jarras de sangría, sacando a relucir lo que guardaban atesorado en el silencio… rumiado durante sus largas jornadas de trabajo compartido.

Entrar en El pollo venía a ser como traspasar una frontera psicológica a partir de la que se abandonaba la educación refinada y las maneras civilizadas. Como si quienes allí asistían colgaran los hábitos al entrar… para recogerlos de nuevo a la salida.

Pero además estaba el otro colectivo que frecuentaba El pollo: el de los estudiantes. Sobre aquel terreno daban rienda suelta a sus más bajos instintos sin cortapisa alguna. Parecía que imperaba la carta blanca generalmente asumida en ese entorno, en semejante contexto. Bueno, hay que decir que el lugar se prestaba… era un semisótano localizado en uno de los barrios obreros de Samarcanda.

Cuatro o cinco escaleras de bajada daban acceso a aquel infierno que simultáneamente era paraíso, deleite de los sentidos en su versión más barriobajera. Además poseía unos ventanucos estrechos que difícilmente achicaban los efluvios etílicos y los olores corporales que allí se daban cita. Con mayor dificultad aún salía el humo del tabaco que se consumía compulsivamente en su interior.

Éste, por otra parte, era sobrio: paredes pintadas hasta media altura de color marrón oscuro[1] y a partir de ahí, blanco para compensar la falta de iluminación. A la noche, fluorescentes cuya luz fría compensaba un ambiente en exceso caldeado. Mesas rústicas de madera y bancos a juego: troncos barnizados con un par de patas añadidas. Todo al más puro estilo medieval: basto, como apelando a la faceta grosera que el ser humano lleva dentro… casi queriendo despertarla.

Por El pollo circulaban toda clase de viandas de andar por casa. Principalmente sardinas, en contra de lo que podría esperarse por el nombre del establecimiento. Pero también pollos a l’ast, ensaladas y algún que otro chorizo asado. Todo regado casi por aspersión con jarras de sangría que parecían no acabar nunca.

En El pollo el tiempo se detenía. Se paraban los relojes, desaparecían los años y las dimensiones se trastocaban. La tasca tenía la propiedad de sacar a relucir la atemporalidad animal del ser humano: pero como fiesta, no como tragedia o regresión.

En semejante entorno celebramos, allá por Quinto curso de Filosofía, una cena de clase. Posiblemente a finales de curso, acompañados por BREA. Sin duda, toda una lección práctica de Antropología en propias carnes. En ella éramos al mismo tiempo sujetos y objetos de nuestro propio estudio.

Quizá demasiado complicado para que pudiéramos entenderlo, pero allí estábamos: experimentándolo. Una noche hermanados por el pollo, la ensalada y la sangría… profiriendo cánticos de cohesión grupal, como es preceptivo.

En una de ésas, animado por los vapores que emanaban de aquel buen ambiente compartido, BREA entonó uno de ellos. Decía literalmente: “Hay que quemar [coro espontáneo: hay que quemar] la Facultad [coro: la Facultad]. [Todos juntos:] hay que quemar la Facultad…” Así una y otra vez, con música cercana al blues o los cantos parroquiales.

A los pocos minutos un segundo intento: “Hay que quemar [coro entusiasta: hay que quemar] al Opus Dei [coro: al Opus Dei]. [Otra vez todos, entusiasmados:] hay que quemar al Opus Dei…”

Me gustó el asunto, porque vi claro que se le podría dar una vuelta de tuerca implicando a la pequeña masa en una toma de postura más comprometida… la rima, además, lo propiciaba. Así que me apropié de la voz cantante y continué: “Hay que quemar [coro expectante: hay que quemar] al hijo’el rey [coro apagándose: al hijo’el rey…]. [Todos juntos (casi nadie):] hay que quemar al hijo’el rey…” Poco a poco las voces que secundaban la iniciativa se fueron confundiendo con el ruido de los cubiertos y la algarabía natural.

Mientras, una mirada de reconvención por parte de BREA venía a comunicarme que aquello había sido una salida de tono… Y lo era, claro, deliberadamente elegida por mí para poner el acento en la Antropología. Comprobar hasta qué punto el colectivo era capaz de romper las barreras psicológicas de lo políticamente correcto. Bueno, la cosa no pasó a mayores. Ni denuncias ni improperios. El personal tenía ocupaciones más importantes llenándoles el cerebro.

El pollo era un paréntesis en la realidad y la racionalidad… Atávico, si se quiere, pero que respondía perfectamente a esa necesidad de desconectar el cerebro que todos los seres humanos tenemos. En los ’80 aún se hacía así. Es probable que en este sentido la sociedad uzbeka aún tuviera un lastre de la dictadura que a día de hoy ha conseguido civilizarse. Pero entonces aún no…

Esto hacía de El pollo un punto importante de atracción folklórica para los extranjeros, que disfrutaban zambulléndose en aquella uzbekidad tan cavernícola.

De ahí que un gran número de colectivos estudiantiles de los que recalaban por allí, lo hicieran con esa intención. Lo lograban: conseguían ver en su salsa al uzbeko medio, desinhibido… que es tanto como decir un cavernícola en estado puro.

En El pollo los extranjeros se mimetizaban con el entorno. Aunque no lo supieran, realizando un perfecto ejercicio de observación participante… Curiosamente, la más pura de las técnicas que utilizan los antropólogos para acercarse a la comunidad estudiada. Después volvían a sus respectivos países y El pollo parecía sólo un recuerdo, un mito… un sueño incitador.

 

[1] Pintura lavable, por supuesto, en previsión de las múltiples y variadas salpicaduras de que eran objeto.

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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