La fogata

Bar

 

Samarcanda

´96

´98

850

             

Si llegué a entrar alguna vez a La fogata fue sólo para constatar que es cierto lo que uno piensa abstractamente, que el paso del tiempo modifica la materia, pero no la forma de relacionarnos con ella. En otras palabras, que nada es lo mismo con el devenir fustigando constantemente a las personas y a los lugares; una cosa tan obvia y de perogrullo puede tener un significado añadido, que es lo que pasaba con La fogata.

Imagine el lector la situación aplicada a su propia vida: por ejemplo, alguien con quien se tuvo una relación muy estrecha; un novio o una novia podría valer… Después de unos años conviviendo, ambos se alejan y se pierden de vista durante una temporada. El reencuentro posterior, casual y no planificado, resulta al menos ambivalente: porque al ver cómo ha evolucionado la otra persona, de alguna forma se ve a sí mismo en una vida alternativa, ya imposible.

Algo similar me ocurrió a mí con La fogata, pues ocupaba el mismo lugar físico que en su día tuviera el Fin de siglo; esto significaba que repetir el ritual de mi entrada al final de aquellas escaleras estaba totalmente alterado, era como un viaje en el tiempo. Allí había un bar completamente desconocido para mí y por lo tanto ajeno. Por su parte el Fin de siglo se había reencarnado en otro lugar cercano en el espacio, se había mudado a un sitio que a mí me resultaba extraño; no era el mío aunque repitiera música, dueños y clientela. Y La fogata era un alienígena ocupando otro cuerpo… en otras palabras, con aquel trasplante el Fin de siglo había desaparecido: sólo habitaba en el pasado, en mi memoria marchita ululando por aquellos pasadizos como pueda hacerlo un fantasma o el viento.

Sin embargo La fogata no me parecía hostil; simplemente el asunto era que no habíamos coincidido en el espacio-tiempo. Entrar allí era como entrar en un lugar desconocido, aunque de hecho cada uno de sus rincones estuviese cargado de infinitas vivencias mías. De alguna forma La fogata resultaba un ajuste de cuentas para esa idealización involuntaria que sin pretenderlo hacemos de la etapa juvenil, convirtiéndola en lo que realmente no fue. Una lección de humildad que me recordaba lo inevitable del paso del tiempo, sí: pero también lo estéril, inútil y absurdo de pretender vivir en el recuerdo olvidando el presente… lo único que en realidad existe, aunque el mero hecho de pensarlo ya lo haya convertido en pasado.

Muy bonita la nostalgia como ejercicio artístico, pero inservible para apurar la vida de ahora, de cada día… Éste parecía el mensaje suspensivo de aquel ambiente, de las paredes de La fogata, aunque no contuvieran palabra alguna.

Sí, en realidad aquel antro no me llegaba; decididamente allí yo no pintaba nada, me era totalmente ajeno. Si se me había perdido algo en ese agujero, ya no estaba… y daba igual el nombre que llevara. Como bareto no pintaba nada en mi vida, si no era el ejercicio sucinto de conclusión que ahora estoy redactando. Puede que La fogata haya sido para alguien lugar de reunión, esparcimiento, diversión, vivencias inolvidables o incluso lugar de culto. No lo dudo. Precisamente por eso mi presencia en La fogata estaba de sobra, yo era un intruso en templo ajeno: casi un profanador. Allí se quedó, con su pan se lo coman… ni siquiera recuerdo si llegué a tomar algo o escapé escaleras arriba como alma que lleva el diablo, satisfecha ya la curiosidad malsana de saber cómo había evolucionado el bareto que en su día fuera mi pareja perfecta, ahora en otras manos y otro tiempo.

 


 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta