Fin de siglo

 Pub

 

  Samarcanda

´85

´99

222

             

 

NACIMIENTO

Probablemente corría el ’86 cuando se inauguró. Recogía el testigo de Los triciclos, el bar que hasta entonces había ocupado aquel sótano. Entonces el Fin de siglo era uno de esos bares que viven al final de una escalera descendente. Metáfora del infierno y predisposición de los clientes para adentrarse en territorios ignotos. Casi aceptando un desafío, una encerrona.

Asistí a su metamorfosis. Pasó de ser un local sin personalidad[1] a convertirte en otra cosa. Nació gris y tímido, casi inocente una noche… como pidiendo permiso para encarnarse.

Era una buena forma de marcar territorio. De la misma manera que los osos van jalonando sus límites a zarpazos… traspasar aquella puerta e iniciar el descenso significaba una declaración de intenciones. Al mismo tiempo declararse a disposición de lo que allí se encontrara, incondicionalmente. Descender las escaleras constituía un rito iniciático, porque poco a poco los decibelios iban apoderándose de tu cerebro… cuando llegabas abajo la barra te parecía un salvavidas, una mano amiga para evitar el naufragio entre aquel océano de lágrimas. La mano tendida en forma de música para acunar el desconsuelo.

Aunque siempre reinara el buen rollo y dominasen el ambiente las relaciones amistosas y desenfadadas… Aunque con frecuencia reinara la fiesta y el optimismo compensara la falta de ventanas… el trasfondo del Fin de siglo era gris como su primera decoración. De eso hace más de 30 años.

RETRATO PUNTILLISTA

Un bar es un alma sin cuerpo. La batalla de querer ser otra cosa alimentada cada noche, para poder luchar al día siguiente.

El alma del Fin de siglo se nutría de la nobleza que tiene cualquier familia artificial, elegida entre los infinitos habitantes del Universo. El Fin de siglo: una playa de momentos en la que cada uno de la familia va depositando sus sonrisas. Tiene calas solitarias, bullicio de fiesta y hogueras rituales.

En sus recovecos anidan todas las soledades… También los himnos de rebeldía en un mundo pleno de risas y disfraces. Posee la pureza de todo afán de mar esmeralda. Conoce también los contrabandos de estrellas marinas. El reloj de su tiempo es una esponja dorada repleta de burbujas blancas.

Allí, en el sótano de la estepa, han tenido lugar los sucesos abisales de cualquier fondo marino. Pero también han brillado auroras boreales… en ese microcosmos donde se unen cielo y mar, porque se trata del horizonte del corazón.

INSTANTÁNEA

Cuando dominaba lo positivo (algo que era más que frecuente), se trataba tan sólo del paréntesis entre tormentas… Siempre amenazando un horizonte que se empeñaba en insistir con aquella sempiterna tarea de nubarrones.

Sin embargo, en el Fin de siglo era constante la tarea de los habituales por llevarle la contraria a lo evidente… Para eso se utilizaba casi siempre el rock and roll como herramienta. Había un componente positivo que surgía a la primera de cambio, con Tina Fin de siglo y Anselmo Fin de siglo, con Esmeralda Fin de siglo y Julián Fin de siglo, con Sofía Fin de siglo y su pareja del momento (aún era pequeña para atarse definitivamente).

Después estaba el coro de rockeros, con Marcel Rocker a la cabeza de los rockeros calvos. Demostrando a cada instante que una de las mayores ventajas de no tener cerebro es la felicidad más absoluta. Decenas de colegas de bar que siempre venían a arropar los momentos ateridos de la única manera que sabían hacerlo. Con una limosna de realidad despreocupada.

ALMA

Combinar lluvia, fuego y ritmo… o llanto, brasa y fuerza. Es una fórmula alquímica de la que surgen nebulosas y neblinas. Desesperación, a no ser que se mezcle con el afán de otras vidas. Ante y tras su barra todos hemos sido cómplices de este monumento hacia abajo que se sabe incomprendido, por sufrir la desgracia de un espaciotiempo ajeno. El Fin de siglo se sabe así pero no importa. Fuera están los negocios, aquí la Confesión en un tango[2]. Lejos están los corazones helados… aquí el espíritu es líquido y transparente como el tequila. En otro mundo se encuentra la paz de los cementerios, aquí el cuerpo es rockandrollero.

REPORTAJE

A pesar de todo el Fin de siglo para mí era un refugio. Me permitía desconectar de la realidad, aunque fuese a costa de abrazar esa realidad alternativa… Probablemente si hubiera diseñado yo aquel bar… habría sido diferente, pero no sé si mejor.

Muchas veces desembocaba allí para divertirme, dejando fuera las infinitas causas de depresión que acechan a cualquier cabeza pensante. Allá por el ’90, celebré el centenario de Gardel disfrazado de compadrito, con Joaquín Pilla Yeska y el inmenso cartel que imprimimos como un rompecabezas, para decorar la calle con la cara del mudo… También hicimos pegatinas que inundaron la ciudad con aquel lema: “Samarcanda es un Fin de siglo”.

Me resultaría imposible calcular la cantidad de horas utilizadas (o desperdiciadas, según se mire) entre aquellas cuatro paredes que me contemplaron en las más variopintas situaciones. Con frecuencia Nito y yo, por ejemplo, invertíamos la tarde en cervezas y charlas: sobre la condición femenina, la poesía, la filosofía o cualquier otro de los temas que ocupaban nuestras respectivas cabezas a tiempo completo.

También despachaba allí mis asuntos con enjundia intelectual, amigando risas con Conrado RASPA… No fueron pocas las obras literarias que escribí allí mismo (solo o al alimón). Y muchas otras las que concebí, imaginé o esbocé al abrigo de aquellos muros. Aunque por la humedad y el carácter subterráneo pareciera una mazmorra, el lugar de una condena…

Si tuviera que explicar por qué iba al Fin de siglo, cuál era el motivo de que lo frecuentase… lo tendría difícil. La razón no era racional, sino intuitiva. Una forma cómoda de huir de mí mismo para encontrarme a mí mismo… Algo así como si estar allí formara parte de una vida alternativa que me habría gustado llevar, pero que sólo era un espejismo… Se desvanecía al alcanzar otra vez la calle, ascendiendo hacia el mundo real. Resultaba indiferente si era aún de noche o ya se había hecho de día.

Tangos, tequila y rock and roll” era su tarjeta de presentación, aunque había alguna que otra cosilla más… Pero todas giraban alrededor de esa declaración de principios.

Al calor de aquella barra charlé con Javier Corcobado y también, otro día, con los componentes de Chulapos, por ejemplo… Aunque hubo mucha más gente famosa que circuló por aquellas baldosas.

Sin duda la fauna que recalaba por allí habitualmente era divertida. Aunque yo sólo conociera a mis allegados y los camareros de guardia. Por eso me resultaba un refugio fácil… si a esto le añadimos el asunto del tango, entonces el menú ya está completo.

Durante uno de los aniversarios del Fin de siglo les regalé[3] un sobrecito dirigido al Sr. D. Fin de siglo. Dentro podía leerse el siguiente mensaje: “VALE por un regalo de verdad cuando lleguen las vacas gordas. Mientras tanto, podéis entreteneros quemando el bar”. Pegada a la nota con cinta adhesiva, una cerilla. Esta anécdota resume perfectamente el tipo de relación que manteníamos el Fin de siglo y yo: le retaba a superarse y él me aguantaba.

Un par de años después compré un marco muy aparente dentro del que coloqué una foto de Gardel posando de guapo y con cigarrillo. Así pagué mi deuda del regalo prometido. Decoró una parte visible de la pared: el mudo como un altar al que rendir cuentas del corazón en las horas bajas. Pero guiñándonos el tiempo en los momentos más positivos… que también los había.

DESPEDIDA

Miro pausadamente por la ventana. Contemplo a los niños evolucionando en la calle… Me asalta una duda: todo esto que cuento ¿existió realmente algún día o es sólo producto de mi imaginación, desbocada entre los paisajes del pasado? ¡Qué más da!

Renacer a un tiempo nuevo, pero sin abandonar la carga del pasado… ése mismo que un incierto día de los ’90 me llevara a dedicarle este poema.

FIN DE SIGLO

El Club de los rockeros muertos

Hoy suena el silencio,

es un aullido buscando

los extremos: mata

palabras mediocres, lenguajes putrefactos

aquí tienen su nicho.

Me hierven las venas con este rencor

en el eco inservible de la juventud.

Dolor se premia con música

ama(r)gando un gesto violento.

Es un silencio estridente, roto

como un tímpano de cuero, hielo

amaneciendo en blanco y negro.

Dioses o reyes, todos huelen a pasado

–destello sin ojo ni diamante–

y tienen aquí su mausoleo.

Nos vamos

guiñando espectros, espejismos de

guiñol. Nos vamos

entendiendo absurdos

cómo el silencio, hoy

es la mayor de las blasfemias.

Aunque mi despedida física del Fin de siglo fuera en cifras reales a principios del siglo XXI, aquello sólo fue un coletazo que daba la memoria. Igual que se resiste a ser pescado el animal salvaje y resbaladizo que surca las inciertas aguas de cualquier océano hostil.

Durante mi última visita[4] a lo que ahora lleva el nombre de Fin de siglo[5] recuerdo haber cantado a altas horas de la madrugada la canción de las mil y una muertes. Casi como quien hunde el bisturí en un cadáver al que pretende hacerle la autopsia.

Sonaba Cien mil caballitos de anís, la canción de Javier Corcobado, mientras todos bailábamos con la misma torpeza de las verbenas. En la penumbra de un bar que nos compadecía. Hacíamos la conga sin sonrojo, recorriendo el interior de un Fin de siglo neblinoso que inevitablemente deseaba amanecer, como cada día.

Ni el Fin de siglo era el mismo[6] ni yo tampoco. Me había convertido en el dueño de mi vida y mi destino… aquello sólo fue una visita casual: la última. Habían pasado infinitos años.




[1] Mercantil y desdentado en el afán lúbrico de satisfacer instintos animales…

[2] Con frecuencia yo tenía en la cabeza una visión inmaterial del Fin de siglo como la versión rockera del Cafetín de Buenos Aires.

[3] A falta de mayor presupuesto.

[4] De eso ya hace unos cuantos años.

[5] Que no sé si es su sombra o solamente un torpe homenaje.

[6] Incluso había cambiado de lugar físico, aunque conservara el nombre.

 

 

Sonido

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