Para quienes vivieron en mi juventud, esa habitación acogedora y hostil[1] que todos tenemos en la casa de nuestro ‘yo’, reservo: las caricias tibias de lágrimas desperdiciadas en la incomprensión recíproca, pero también la ponzoña por ese tiempo doblemente perdido.

Hay una silla: vacía, orientada hacia poniente; se reclina y descansa. Se descansa y mece en las tardes de viento… me llama con el quejido tentador de la autocomplacencia, pero no acudiré hasta mi muerte.

Hay una cama: llena de ausencias que ni siquiera he de evitar, pues no me pertenecen ni en intención; es una cama amable y solitaria. Habla de millones de desencuentros, de posibilidades de otros mundos que están en mí, mas no en esta vida. Una cama en la que no descanso mi sueño, pero duermo como un juez sin compasión ni consuelo. Solo, en un día aciago que es todos los días de la habitación que pinto.

No hay perchero: quien viene no se queda ni siquiera el tiempo de una despedida. Cuando llega parece que siempre ha estado y nunca finalizará su estancia, pero al instante ya se ha ido y parece que nunca estuvo. En su presencia parecería que jamás habrá despedida, que cualquier segundo es imposible como último.

Las paredes: llenas de bobadas y estanterías, de libros y es tontería creer que los anaqueles guardan la solución para no tener que pintar jamás. No es un problema el color[2] y tras las hojas y los adornos va tornándose gris lo oculto, como el cabello y el día.

Hay una mesa inmensa: en ella caben todos los trabajos que se dejaron sin hacer por esas urgencias benévolas que nos van llevando a través de senderos atractivos… una mesa en cuyo reverso están pegados los trabajos hechos: fosilizados y secos, como todo lo terminado.

Y hay muchas cosas más: imposibles de concretar porque están disueltas en el aire para permitirnos respirar.

[1] “La habitación en Arlés”, de Van Gogh.

[2] Por eso no hay solución.