Pecosa, cara blanca, ojos azules, mandíbula cuadrada. Con esa apariencia de simpatía que esconde un doble fondo: autoritarismo que reta, desafiante. Catalina Ku era una profesora de Educación Física aquel año en Angren. El apodo era una polisemia invento de Joaquín Marqués: Ku no sólo era la inicial verbalizada del kárate que ella practicaba. También era la primera sílaba que dejaba en evidencia lo prominente de su retaguardia. Inventos de Joaquín Marqués, siempre tan ocurrente.

Catalina Ku era capaz de compartir excursiones por el monte, como alguna vez hicimos ese año, sin despeinarse ni perder la compostura metafísica. Era algo así como la exigencia de claridad para quien quisiera decir algo, un barrido de las tonterías.

A mí por lo general me motivaban entonces semejantes desafíos: sobre todo intentando romper el esquema, hacer añicos el planteamiento tan frío de una guerra tan caliente.

Supongo que por eso una noche[1] me aventuré a poner en práctica todas mis sandeces agrupadas y optimizadas, yendo a su casa a tomar café a las tantas. Catalina Ku abrió, por supuesto… no se amilanaba y menos conmigo. Sólo recuerdo retazos inconexos de una frustración: la mía por vivir universos distintos compartiendo la misma realidad material. Aquella sesión fue de charla y desvaríos: recuerdo haber escrito algunos poemas improvisados, morados… entre otros, uno titulado Anda que no (sal), aunque del contenido ¡ni idea!

Seguramente fuera mi otro yo psicoanalítico en versión metáfora. Nunca lo sabré (me la suda), porque los días posteriores le pedí copia de los escritos de esa noche… Catalina Ku se hizo reiteradamente la orejas. Imagino que a cambio quería algo que yo no quise ni supe darle, así que se perdieron para siempre. Quizá en manos de su novio, que por lo visto existía… francamente, ni me importó entonces ni tampoco lo hace ahora.

[1] La de la fiesta del aguardiente.