Chica Wittgenstein

 

´88

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Eran las vacaciones de abril, probablemente del ’88. La ciudad estaba tan aburrida y vacía como se quedaba siempre cuando la Universidad descansaba, cuando el colectivo estudiantil “pegaba la espantada”. Claro, quienes vivíamos en Samarcanda no teníamos lugar al que huir, sufríamos una especie de exilio interior. Por eso mismo recorríamos en soledad un viacrucis que los otros días disfrutábamos en compañía. Así podíamos comprobar cómo eran los locales, los bares, en vacío: sin una masa humana que impidiera ver el horizonte.

Lo cierto es que durante esas noches nos aburríamos, nos faltaba el elemento principal del “experimento práctico de Antropología[1] que era nuestra vida social. Mientras la noche se nos iba haciendo eterna con la cerveza en la mano, mientras contemplábamos las telarañas de los techos[2]… íbamos maquinando tareas creativas.

Quiso la casualidad que coincidiéramos en dos locales seguidos con otro grupo de personas en nuestras mismas condiciones. En él se encontraba incluida una chica atractiva y atrayente, que llamó mi atención enseguida. Una atención puramente estética, claro… negado como siempre he sido para cualquier escarceo de esta naturaleza. Su cara angelical, aunque ya no la recuerdo, se me quedó inmediatamente grabada. Pero no se me ocurría cómo hacer alguna “maniobra de acercamiento”[3]… además daba por seguro que sería un fracaso: así de pesimista era en estas lides.

Pero al final se me hizo la luz. A la sazón estábamos muy ocupados en la Facultad de Filosofía con investigar y descubrir a Wittgenstein: se había puesto de moda entre nosotros, era cotidiana moneda de cambio intelectual. Alguien de nuestro grupo le dijo al camarero que le preguntara a la Chica Wittgenstein[4] si sabía quién era Wittgenstein. Y así lo hizo. Ella, sorprendida y sinceramente le contestó que no.

No quedó ahí la cosa, porque a lo largo de aquella noche y las tres o cuatro siguientes, cada vez que entrábamos en un local y estaba ella… repetíamos el esquema. Claro, jugábamos con la ventaja de “estar en casa”: en terreno conocido y con la complicidad de los camareros, que sin cortapisas se prestaban a tan inocente juego.

Así ocurrió en varios bares y durante varias noches, siempre con el mismo resultado. Recuerdo perfectamente cómo acabó el asunto: fue Josema quien modificó la pregunta a su antojo… y en su bar le dijo a la pobre chica, tan indefensa como inocente: “Oye, ¿sabes que se ha muerto Wittgenstein?”. La respuesta de ella no pudo ser más clara y sincera: “Es que yo no soy de aquí, ¿eh?”

Claro, en una situación normal todo habría estado dentro de los límites adecuados. El problema venía no sólo de que Wittgenstein sea austriaco, sino que como colofón hacía más de 30 años que estaba muerto. Ahí se acabó el cuento, finalizó la diversión.

No volvimos a repetir la pantomima, sobre todo porque el asunto ya no podía explotarse más… bueno, quizá sí que habría admitido otra vuelta de tuerca, pero hubiera sido demasiado cruel para una chica cuyos únicos delitos se resumían en ser guapa, lejana al mundo de la filosofía y no ser de Samarcanda.

Así la Chica Wittgenstein tuvo ya para siempre este apodo: sin haberlo merecido, pero imprescindible en nuestras conversaciones. Sin duda era digna de mejor suerte que convertirse en la víctima de un grupo de pueblerinos disfrazados de intelectuales.

Pero las noches de Samarcanda eran áridas sin la sangre fresca que nuestros ávidos colmillos reclamaban. Cuando la realidad era fea, plana y aburrida: el zumo de nuestros cerebros aparecía frecuentemente con estos tonos fosforescentes, que en su afán por ejecutar a la belleza… no respetaban ni la justicia.



[1] Como yo solía llamarlo, grandilocuente e irónicamente, para dar trascendencia a una tarea tan peregrina como era salir de copas.

[2] Que tantas otras veces nos pasaban desapercibidas.

[3] Como denominaba yo al ritual erótico en su fase inicial.

[4] Al pasar a su lado o cuando fuese a pedir o pagar.

 

 

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