Andrés
Narci   Samarcanda ´81 ´83  998
             

 

Su risita de suficiencia era una pose que pretendía ser cómplice, conquistar al interlocutor y normalmente lo conseguía… al menos en aquel microcosmos limitado que era la pandilla del barrio, a la que por extensión pertenecíamos los vecinos de un par de calles cercanas a Francisco de Rojas: aquéllos que nos apuntábamos. También estaba Andrés Narci, que era de un barrio cercano. No sé quién le invitó a participar, pero enseguida se añadió a aquel grupillo y su irrefrenable tendencia al protagonismo hizo que Andrés Narci se volviera poco menos que pseudolíder.

Además llevó por allí a su hermano, que al igual que Andrés Narci resultaba un elemento dinamizador, aunque los dos aportaban más bien poco… aparte de un carácter alegre y dispuesto a la fiesta. Ambos eran negados para estudiar, así que ya entonces empezaban a acercarse al mundillo laboral: construcción y electricidad, creo que eran sus temas.

Pero ambos tenían, sobre todo Andrés Narci como hermano mayor, ese perfil típico de quienes, además de no ser compatibles con los estudios, desdeñan todo lo académico: como haciendo de menos cuanto ignoran, desterrándolo de su vida con desprecio. Aquel famoso dicho de la zorra y las uvas: “están verdes”; Andrés Narci lo aplicaba al saber en general. Su buen humor hacía que también lo hiciera con este tema, improvisando chistes para dejar bien claro que en esto, como en todo, lo importante era lo que él pensaba… porque lo pensaba él, no por la calidad de lo pensado. En fin, pondré un ejemplo para que mejor pueda ser comprendido semejante asunto, por otra parte tan común a cualquier agrupación humana: este tipo de especímenes, al estilo de Andrés Narci, suelen proliferar y son conocidos bajo el sobrenombre de “listillos”.

No recuerdo cómo, pero algún día, durante las conversaciones de adolescentes que solíamos mantener en el grupo, salió a colación el tema del amor propio y la falta de objetividad que tiene la gente a la hora de calificarse a sí misma. Así que comenté, al hilo del asunto, el mito de Narciso. Ninguno de los presentes lo conocía, así que resultó entretenido y –a mi modo de entender– aleccionador. Pero algo debió de dispararse, algún resorte acomplejado en el interior de Andrés Narci hizo que reaccionara de manera incoherente. En lugar de aprender del ejemplo literario o a menos reflexionar sobre aquella metáfora mitológica… empezó a reír a mandíbula batiente, como si se tratara de un chiste. El motivo no era otro que Andrés Narci había visto en aquello nada menos que un retrato de mi persona, motivo éste por el cual a partir de ese momento y durante unos cuantos días, empezó a llamarme Narciso… ¡a mí! Aquello resultaba un diáfano ejemplo de otro asunto archiconocido: el del dedo y la luna.

Andrés Narci resultaba ser un ignorante autocomplacido de serlo, como puede comprobarse fácilmente: miraba el dedo con un entusiasmo tal que era capaz de medir la uña y ampliar los detalles de la huella… las minucias… ¡hasta la desfachatez! Dicho de otra forma: ese tipo de gente a la que le explicas un mito y a cambio te pone un mote. No es de extrañar que mi venganza fuera muy otra… una noche de fiesta, durante un baile en el local de La ofi, le pedí a la novia de Andrés Narci que me besara en los morros. Ella, muy fiel, se negó; pero además se lo dijo a Andrés Narci, quien en un arrebato de generosidad me perdono la vida… por borracho.


 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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