Anselmo   Café  Samarcanda ´85 ´92   711
             

 

El gesto amable y la boca torcida era la impresión visual con la que Anselmo Café se presentaba en el mundo, la imagen elegida por su persona para transmitir el resumen de su personalidad. Visto así resultaba entrañable, más aún cuando el trato subsiguiente era campechano y cercano, por así decirlo.

Bien es cierto que su condición de camarero a la antigua usanza, al estilo de los ’60 en bareto de barrio, iba conjuntando con todo lo demás: tanto en aspecto y presencia como en uniforme (mandil blanco y vestimenta clara).

La conversación con Anselmo Café solía reducirse a un intercambio de palabras por productos y el posterior pago de los mismos. Pero Anselmo Café siempre añadía ese plus tan estudiado que comienza hablando del tiempo o cualquier excusa menor para acabar soltando de contrabando su visión del mundo, tan pacata como dicharachera.

El hecho de que Anselmo Café ostentara la explotación de la cafetería de la Facultad de Filosofía a él le parecía tan indiferente como cualquier otro lugar similar, lo que ya de por sí daba una imagen adecuada de la mente de aquel individuo: era incapaz de distinguir una idea de una tableta de chocolate. Por lo general la población que circula por una Facultad de Filosofía se encuentra más allá de este tipo de cosas: no diré por encima, pues se me calificaría como elitista, con razón. Pero es un colectivo que por lo general tiene sus inquietudes en otro plano de la realidad, por lo que esta suerte de relaciones humanas puramente comerciales le quedan lejanas.

De ahí que el paso por la cafetería y por tanto el trato con Anselmo Café fuera algo casi siempre de puro trámite, como pueda serlo traspasar una frontera sin llevar contrabando escondido. Digamos pues que para la mayoría de los transeúntes por la cafetería de la Facultad de Filosofía, Anselmo Café era a lo más… una anécdota. Otra cosa es que algunos, heterodoxos, nos fijemos también en esas minucias. Para mí Anselmo Café representaba a un gran porcentaje de la población “normal” de la sociedad, lo que continuando con el símil le otorgaba la condición de embajador en aquella relación entre comunidades humanas tan alejadas, aunque compartieran el mismo país en la convivencia cotidiana.

Más que campechano, Anselmo Café era chabacano, aunque él ignorase su propia condición.

El hecho de que al pedirle un café, él como por arte de magia lo sacara inmediatamente de debajo de la barra en lugar de hacerlo en la cafetera –que estaba allí mismo, a su espalda– decía mucho de su carácter. Su pretendida celeridad y amabilidad en el gesto intentaba compensar sin duda el sabor infecto, la tibia temperatura y la sospecha generalizada de que reciclaba la zurrapa del café ya usado, dándole una segunda pasada por la máquina.

Los ojillos vivarachos y el palillo en la boca durante la breve conversación que significaba consumir algo allí… venían a poner la guinda en una experiencia que por sí misma pedía a gritos no ser repetida.

Sin embargo todo el mundo trataba a Anselmo Café con amabilidad, incluyéndome a mí; creo que era algo así como una obra de misericordia consuetudinaria, quitándole importancia a algo que por sí mismo tampoco la tenía. Esas cosas mundanas con las que tiene uno que lidiar diariamente, aunque estén alejadas de las propias inquietudes y convicciones.

La decoración infecta de la cafetería, más propia de un restaurante chino… o la mujer de Anselmo Café, una pequeña pizpireta de ojos saltones, rubio de bote y labios en carmesí llamativo. Todo formaba parte de la decoración con la que Anselmo Café había decidido aliñar su vida. Pasaré por alto la oferta gastronómica de la cafetería y hablaré únicamente de Anselmo Café y su esencia, para que no me pueda ser reprochada injusticia: aquel hombre iba por la vida de sobrao que se dice.

Ya se veía en su gesto, en el trasfondo de su rictus mientras escuchaba, que a él toda aquella caterva de catedráticos y sabios que por allí circulaban… le parecían una pandilla de catetos a los que resultaba fácil engañar a diario: en pequeñeces, sí, pero salirse a diario con la suya.

Quizás fueran todos estos argumentos lo que había en el trasfondo de mi enajenado inconsciente aquella noche, durante las movilizaciones del ’87 en la Facultad de Filosofía, cuando a eso de las 4 de la mañana se me ocurrió hacer una excursión hasta la cafetería para ver si podíamos conseguir sin mayor dificultad, alguna botellita de alcohol destilado. O quizá la ocurrencia fuera ajena y simplemente me apunté a la idea, francamente no lo recuerdo.

Lo cierto es que estábamos en aquel sótano, llaves en mano para jugar a la lotería de las cerraduras y ver si me tocaba el premio del ladronzuelo, cuando –desde el otro lado de la puerta– oí claramente la voz de Anselmo Café soltando improperios para disuadirnos de tan arriesgada empresa. Ni qué decir tiene que salimos de allí por patas, yo el primero con las llaves de mi casa en la mano, diciéndoles a los míos: “¡pies ¿para qué os quiero?!”

La conclusión era clara: Anselmo Café dormía allí por las noches, pues se imaginaba alguna picia semejante cualquier día. En el fondo sin duda poseía más sabiduría que el catedrático de Antropología.

La anécdota no pasó de ahí, la vida continuó con normalidad dentro de aquel cuchitril… yo seguí yendo por allí igual que antes, como si no hubiera pasado nada; en realidad nada había llegado a ocurrir. Sólo una importante lección de la que tomé nota para el futuro: la chusma intelectualmente hablando, no sólo ostenta riquezas inaccesibles, sino que también es más lista que los intelectuales, pues consigue perpetuar su posesión incluso gracias a las leyes.

 

 

Sonido

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