Chon
  Su barrio Samarcanda ´80 ´93 759
             

 

La despreocupación con la que Chon Su barrio actuaba a diario, en cada una de las pequeñas cosas que formaban su cotidiana inexistencia, a mí me resultaba digna de admiración. Pero no por creerla digna de ser imitada, sino porque me parecía sorprendente que un ser humano pudiera alcanzar esa especie de nirvana a la inversa, en el que todo era secundario y prescindible…

Parecía que por aquel enclave no pasaba el tiempo, que Chon Su barrio siempre había estado tras aquella barra cutre de tasca de barrio en el que se desenvolvía como pez en el agua. Como si hubiera nacido allí, pero ya con esa edad y ese tamaño: cuarentón, bajito y regordete; además de una piel rojiza en la que se le adivinaba alguna relación con el vino barato que con frecuencia engullía ante la vista del público, como haciendo ostentación de tener la botella por el cuello… o la sartén por el mango, que en su caso viene a ser lo mismo.

Porque tras su oronda cara de plato, de pan de pueblo… tras sus ojillos tan azules como traviesos, se escondía la llave para abrir la caja fuerte de los tesoros gastronómicos que allí se ofrecían: pancetas y lomos, principalmente. Aunque también embutidos de todo tipo, en combinaciones casi alquímicas, permutaciones con queso, pimiento, cebolla y mil elementos básicos más que constituían la carta consuetudinaria con la que Chon Su barrio atraía clientela variopinta a su guarida: una clientela que quedaba allí atrapada con una pegajosidad similar a la de la tela de araña.

Pero la adherencia no era sólo metafórica, sino que literalmente la grasa que iba emanando de aquella plancha se adhería a paredes y objetos del garito, de manera que la escasa higiene provocaba que lo que en principio era una película, acabara finalmente convertido ya en una costra adherida a todo. Migas y chorretes de mierda campaban a sus anchas entre mesas baratas de formica y paredes escasamente protegidas por pintura: plástica, claro, para que resbalaran con facilidad los efluvios.

De dicha plancha se ocupaba la mujer de Chon Su barrio, un ser vivo que no pronunciaba palabra ni cambiaba el gesto nunca; hosca y morena al fondo de su solipsismo: se limitaba a obedecer las instrucciones de Chon Su barrio sin más reacción que una ligera mala cara ante los comentarios machistas que Chon Su barrio realizaba para amenizar a la clientela… algo que ocurría con frecuencia.

Aquel animal, Chon Su barrio, durante muchos años se había dedicado a alquilar taquillas para que los militares del cuartel cercano pudieran librarse temporalmente del lastre del uniforme y poder disfrazarse de personas normales. Lo vi personalmente: una temporada en la que coincidieron mis visitas a Chon Su barrio y la obligatoriedad del servicio militar.

Parecía casi un milagro que fueran tan sabrosas las tapas del Su barrio viniendo de unas manos de cerdo (pues de ahí le venía el apodo de Chon) como las de Chon Su barrio. Pero su forma campechana de tratar al personal, sin problemas ni complejos, junto con el hecho de estar en la zona típica de cañas y tapas cercana a los cines Van Damm, hacía del negocio de Chon Su barrio un lugar puntero: de obligada visita cuando se trataba de dar una vuelta por allí.

Poco importaban otras cosas, como por ejemplo la falta de higiene, que los parroquianos tomaban, incomprensiblemente, como un elemento pintoresco: sobre todo los extranjeros, también muy asiduos a las visitas a Chon Su barrio, a quienes imagino maravillados por dos cosas tan sorprendentes como la ausencia de contagios entre los clientes o que no cerraran el bar por guarro.

Pero Chon Su barrio se tomaba las cosas despreocupadamente, como ya he dicho; sin ir más lejos, un día cualquiera, mientras yo esperaba que me sirviera un par de cañas y me diera unas tapas de panceta (creo que iba con Seco Moco, pero esto es algo secundario)… empezó a correr rauda una cucaracha por la barra, a la vista de todo el mundo. Con un desparpajo que a mí me dejó boquiabierto, Chon Su barrio, usando el dorso de la mano, la mandó a un rincón en un santiamén. Acompañó su gesto con una risa tan natural como inquietante, que daba a entender que estaba acostumbrado a sujetos semejantes. Lo más sorprendente de todo es que ni siquiera se giró para pisotearla, sino que se limitó a darme la bebida y cobrarme, mientras su resignada fámula terminaba de preparar la panceta. Dando a entender con eso que allí pasaba algo similar cada dos por tres.

 

 

Sonido

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