El perita     Samarcanda ´82 ´83 784
             

Apariencia de poca cosa, una especie de nerviosidad encarnada, hecha persona. Nariz aguileña y ojos saltones, a veces al gritar se le escapaba alguna brizna de saliva: escupitajos involuntarios pero metafóricos que yo contemplaba casi involuntariamente al contraluz, pues siempre le veía de perfil.

El motivo es bien sencillo, amplia bibliografía avala que el hombre es un animal de costumbres: y aquel hombre, El perita, era ambas cosas. Siempre se colocaba como espectador en el mismo lugar de las gradas del estadio, para poder soltar improperios sin mesura ni criterio… un animal acostumbrado a serlo que utilizaba el fútbol como excusa, aplicación terapéutica con la que dar sentido y exteriorizar sus peores tendencias. Suerte que así lo hacía, pues si no a buen seguro a día de hoy habría uno más en la larga lista de asesinos en serie que jalonan la Historia contemporánea.

El perita formaba parte del entorno habitual en aquella época en la que yo también frecuentaba el lamentable espectáculo que allí se ofrecía… porque yo me encontraba voluntariamente incluido en el grupo de animales de costumbres que acudía con cadencia semanal a la liturgia absurda de ese rito cadencioso y vacío, anclado simplemente en la repetición y la letanía. Una forma de vacunarme que desde el año ’83 me ha reportado los inmensos beneficios de encontrarme desconectado al 100% de ese mundillo, tras y por haberlo conocido desde dentro. Y el tiempo ganado en estos casi 40 años ha merecido la pena, sin duda.

Pero en aquella época las visitas al estadio de fútbol formaban parte de mi integración en el entorno, pues yo me experimentaba a mí mismo como parte de la sociedad en la que me hallaba inserto y como tal: hacía lo que se suponía que debía hacer alguien a mi edad. Sólo de esta forma pude descubrir sin lugar a dudas que aquello no era lo mío: yo me encontraba en otra dimensión de ese mismo mundo material.

El perita era, por así decir, el reflejo que me devolvía el espejo del tiempo durante aquella ficción que resultaba ser el paréntesis de dos horas en el estadio. Y la figura me resultaba extraña, ajena, deplorable, repulsiva. Aquel individuo vehemente que de vez en cuando gritaba enardecido “¡Hijo de setenta madres!” dirigiéndose a un árbitro que era literalmente imposible que le escuchase, encarnaba un patetismo mediocre e impotente del que inconscientemente he huido durante toda mi vida, como si de un arquetipo referencial negativo se tratase: una referencia por oposición.

Bien es cierto que El perita daba mucho juego en las conversaciones con mis colegas de La ofi, que eran acompañantes en aquella excursión dominical-quincenal al templo de la alienación. De hecho el apodo de aquel pobre paria provenía de la imaginación de Gabi ASAS, una de las figuras clave en aquel entorno. Es probable que El perita muriese cualquier domingo víctima de un ataque al corazón provocado por los disgustos que día tras día iba regalándole el equipo de sus amores/odios, cuya incompetencia deportiva y empresarial acabó llevándolo a la desaparición.

Pero la lección de El perita, su presencia y lo que representaba, merecería convertirse en elemento de estudio para las sesudas mentes que indagan la condición humana. No estaría de más que existiera un cuerpo de funcionarios que ejercieran dicho teatro, que representaran el papel de El perita para aleccionar y regalar al público la prístina lección consecuencia de llevar el vacío hasta sus últimos extremos.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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