Felipe San Boato   ´81 ´82  796
             
               

 

La cara de aquel tiparraco infame resultaba ser una demostración palpable e indiscutible de que el alma atormentada no tiene por qué ser –por definición– motivo de compasión, ni sinónimo de que quien la posee sea buena persona. En Felipe San Boato confluían, sin duda alguna, las nueve señales del hijoputa, que sintetizara Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos: no es que yo lo comprobase ni tuviera interés alguno en demostrar lo obvio; es que Felipe San Boato destilaba ponzoña en mil versiones únicamente con su presencia, sin necesidad de verbo alguno… aunque cuando comenzaba con la acción, aquello se multiplicaba objetivamente.

No digamos ya cuando se ponía a elaborar discursos que pretendían ser modelo de comportamiento para l@s jovencit@s que allí nos dábamos cita… entonces el resultado era una explosiva mezcla de ranciedumbre y naftalina, aderezada con algunas gotas de mala baba: la que se le escapaba involuntariamente con los improperios dedicados al maligno, al que atisbaba por doquier en cualquier acontecimiento o actitud ajena de lo más natural.

Precisamente se trataba de eso: luchar contra la naturaleza en las almas incipientes que le habían sido encomendadas… las nuestras. A la vista de semejante panorama, orquestado en San Boato por Felipe San Boato, me preguntaba cómo había podido acabar yo dando con mis huesos en aquel rincón frío y oscuro que era el torreón donde nos reuníamos.

Todo había sido casualidad, creo… invitado por Lucas Javier LEGO, quien otrora fue compañero mío de clase en los Franciscanos. Amistad recuperada unos años más tarde, a saber si respondiendo a oscuras fuerzas que se me escapan. Aquel torreón, sin embargo, eran los dominios de Felipe San Boato y allí se seguían sus normas, que incluían la convivencia de chicos y chicas bajo su atenta y babosa mirada; no tengo duda alguna de que disfrutaba con el quehacer de censurar por envidia actitudes que él en su día no había podido ejercer. Lo llamaba educación… cristiana, claro… pero sólo era el producto de su frustración.

Resultaba tan evidente su desviación malintencionada de la evolución normal del carácter humano, que incluso se le escapaba por los ojos. Hasta el punto de que se veía obligado a utilizar constantemente, siempre, gafas de sol para disimular este hecho, que ante los ojos de cualquier juez habría sido motivo para sentenciar su culpabilidad; una mirada muy similar encontraría yo unos años después en otro religioso, GUSARAPO: sin duda, algo digno de estudio.

Felipe San Boato se amparaba en un estrabismo que afectaba a sus ojos, porque así tenía coartada para poder llevarlas puestas a toda hora y espiar… incluso en la permanente nocturnidad del torreón sin ventanas. Y era absolutamente cierto: su mirada estaba alterada respecto al ángulo normal de visión; era, tanto literal como metafóricamente, una mirada desviada. En ambos sentidos, dejando así abierta la posibilidad para elucubrar qué habría sido anterior en Felipe San Boato, aquel individuo… si la perversión o la enfermedad, si el huevo o la gallina.

Pero al fin este extremo llegaba a carecer de importancia, pues lo cierto era lo inevitable del trato con aquel espécimen llamado Felipe San Boato: una especie de maldición que resultaba el precio que había que pagar para disfrutar de aquel rincón alejado de progenitores, pero cuya vigilancia había sido encomendada a un cancerbero que hacía indeseable cualquier trato.

Aunque quizás hubiera sido al revés, Felipe San Boato tenía la posibilidad de gestionar aquel espacio y lo había enfocado así: como un lugar de asueto en el que la juventud pudiera bailar y charlar amigablemente, al calor del fuego. En este caso resultaría más indiscutible todavía su intención perversa: contemplar adolescentes en su salsa… o en su tinta.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta