Tino

RIEGA

 

Kagan

´76

´82

  972

             

 

Con Tino RIEGA como en general con todos los componentes de mi pandilla infantil de Kagan, me unía una relación equívoca por lo indefinida, porque representaban algo así como una realidad alternativa a la que efectivamente constituía mi vida. Para mí viajar a Kagan durante los veranos era como un viaje en el tiempo hacia un espacio palpable. Tino RIEGA habría sido mi amigo si yo me hubiera quedado a vivir en Kagan, pero hacía casi diez años que mi familia se fue a Samarcanda… mis regresos estivales, a partir del ’76 eran para hacer compañía a Anastasia Abuela, viuda desde las navidades anteriores: pero claro, al volver allí… yo retomaba una especie de ficción que me presentaba ante los ojos cómo habría sido mi vida si me hubiese quedado a vivir en Kagan… una realidad alternativa, pero palpable.

Y Tino RIEGA era un chaval alegre y despreocupado, simpático y ocurrente: lo que se le suele pedir a esa edad a alguien como tú. Para ser un compañero de viaje e ir descubriendo la vida con todas sus aventuras incipientes. Tino RIEGA vivía en la calle trasera de la casa que yo ocupaba durante aquellos veranos, la de Anastasia Abuela. Por las tardes quedábamos en pandilla para jugar a mil cosas: desde explorar campos cercanos hasta ir a la piscina, al cine, a pasear al parque, intentar ligar o darles vidilla a los juegos de mesa. Especialistas en huir del aburrimiento, algo que con Tino RIEGA cerca resultaba un poco más fácil, pues se trataba de un chaval que a las chicas les parecía atractivo y esto resultaba aliciente añadido: un reclamo.

Como cada uno de todos los demás, Tino RIEGA era especial pero no destacaba en nada en particular; especial por ser diferente, nada más. Con eso ya nos bastaba, igual que al revés: cada uno aportaba simplemente el hecho de ser distinto y con eso nos entreteníamos respectiva y recíprocamente. Al igual que el resto, Tino RIEGA no era buen estudiante, sino que participaba de aquel espíritu común, tan caro a los de Kagan, que tomaban el asunto de la enseñanza como un mal inevitable; pero lo hacían de forma desafiante, casi militante. Analfabetos funcionales por el afán de llevar la contraria, podría decirse… si todo se empeña en que uno se forme, pues a quedar informe. En esto yo era el bicho raro, pues me gustaba leer y lo aprobaba todo; me lo perdonaban, a pesar de eso… lo atribuían al hecho de que yo viviera en Samarcanda, algo que desde su punto de vista conllevaba la maldición de la sabiduría, de tener que estudiar por eso. Así fue evolucionando la vidita de Tino RIEGA, dirigida a lo que era casi una predestinación… lo que podría llamarse su futuro.

Le perdí la pista; unos años más tarde, entrando en la oficina principal de Correos de Samarcanda, le encontré en la puerta. Me saludó afable, simpático como siempre. Tino RIEGA llevaba ese disfraz que suele llamarse uniforme; pero no era el de ninguno de los ejércitos oficiales, sino la burda copia que ostentan los vigilantes de seguridad privada: ese otro, el ejército de mercenarios disminuidos en algún aspecto. En fin, le saludé amablemente mientras él me comentaba que le iba bien en la vida, aunque lo dijera con ese gesto torcido, una mueca de sonrisa que indicaba una resignación hacia lo inevitable. Parecía decir: “Es el Destino”. En eso estábamos de acuerdo, pero no en la imposibilidad de sustraerse a sus designios… aunque ¡quién sabe! quizás si mi adolescencia hubiera seguido bajo la misma constelación que la de Tino RIEGA, la de Kagan, yo habría acabado igual que él.

De Tino RIEGA sólo quedó un leve recuerdo en el rastro de mi paso por el mundo literario: las iniciales de su nombre, escondidas en el de un personaje de un cuento. Un ácido homenaje, tan cítrico como amargo. Al final, todo resulta ser tan ambiguo, simple y desencantado como un puro juego de palabras.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta