KAGAN KA - 1. Generalidades saharauis 1964 070

 

 

La tarea de revisitar breve, fugazmente los destellos del pasado… confiere un valor simbólico a sus imágenes, dejando así al desnudo su verdadero significado.

Ni mi pueblo ni mi país me vieron nacer. El día que yo nací tenían los ojos cerrados… como de costumbre.

Escapar al poderoso y nefasto influjo que el terruño produce sobre las personas, condicionando su vida completa (y muchas veces, incluso su muerte). Si me hubiera propuesto semejante objetivo, habría parecido titánico.

La tierra resulta ser esa faceta de la realidad en la que refugiarse durante los momentos adversos. Siempre está ahí como el referente inmóvil pero seguro… que no falla nunca, porque sólo acoge: como proyección de las carencias del individuo, representa la supervivencia por encima de toda frustración. Sin embargo es algo azaroso, no elegido… de ahí que carezca de valor. Para que su pueblo mejore al individuo sólo le quedan las alabanzas o el trabajo.

Para mí nunca ha sido un referente ni un objetivo: ni por él mismo ni por oposición. Odiar es una forma de amor, no se olvide. Kagan para mí ha sido más bien la conciencia de una casualidad… El desapego provocado por lo mezquino que habita en todos los pueblerinos: más aún en los del mío, por conocerles desde dentro… por haber nacido como uno de ellos.

El batiburrillo de las experiencias, de lo cotidiano, resulta un mosaico policromado. Dividir en compartimentos estancos es necesario y frío como la ciencia, pero desnaturaliza los hechos, mata el friso.

¡Qué fácil resulta resumir la vida en unas frases! Sencillo convertir una inmensidad en telegrama. Éste es el gran engaño de la literatura: tomar la parte por el todo. Ahora, con la distancia espacio-temporal… y la que es más importante, la del alma: parece que fueron fugaces los días, cuando se eternizaban en su empecinamiento por el absurdo, la injusticia… o al menos por la infelicidad.

Alterar el gentilicio de kagano a saharaui es una muestra de la faceta imaginativa del populacho… pero la ocurrencia dista de ser autocrítica, sino que evoca una especie de victimismo elitista al equipararse fonéticamente con el pueblo saharaui. Aunque comporta una carga irónica, en Kagan el pueblo lo sigue usando para sentirse de alguna manera diferente al resto del mundo. A mí me interesa la carga irónica del asunto: aquí está utilizado como elemento surreal.

RELATOS, PINCELADAS, DESTELLOS

1. Yo era un niño normal… en la medida que puede ser normal un niño, que por definición no se atiene a normas.

2. Hay una imagen de mi infancia: cuando aún vivía en mi pueblo[1], acompañando a mi madre al mercado. No es la imagen del mercado: oscuro, sucio, marrón, caótico… que se mezclaría en el recuerdo con otros episodios más difuminados.

En la misma calle, pero en la otra acera: detrás de la iglesia en la que me bautizaron, más allá del economato y de la tienda de costillas del señor Esteban.

Se trata de un establecimiento con olor a especias: suelo de cemento brillante y venta de productos ultramarinos. Es casi la perfección sinestésica de lo onírico. La regenta en ocasiones un viejo tullido y otras veces su esposa, también vieja: ambos son amables con los niños. Sobre el mostrador de madera, además de la caja registradora, un montón de tarros de cristal gigantes, transparentes, llenos de chucherías. Variedades infinitas de caramelos multicolores, el paraíso hecho materia para el niño hecho concepto.

Mi recuerdo es bien sencillo: hay un bote inmenso, el más grande de todos, el único accesible. En el momento ritual de pagar los adultos, los viejos sacan del frasco un obsequio arbitrario para el infante acompañante. Amables, te dejan elegir el color de la golosina.

Sin embargo ahí queda, como una exhibición obscena, ese almacén de felicidad… el resto de golosinas: de pago, inaccesibles. La materialización de una negativa implícita. El aprendizaje de los límites. Saber que no se puede tener todo. La ostentación vana del manjar ante el hambriento, la frustración gratuita por el lujo ajeno, intocable. El abuso de quien dicta las reglas del juego. La sociedad como ensañamiento.

3. Cuando yo era pequeño “parir” era un taco, algo fuera de lugar en un lenguaje que se pretendía tan puro como inhumano. No estaba prohibido pero era socialmente reprobado, algo así como el pueblerino que llegaba a la gran ciudad, inocente y cándido: en la mano, la caja de galletas atada con una cuerda.

4. “¡Amador! ¡Que el perro era mío…!” Con esa frase, pronunciada a distancia y a gritos, estaba garantizado el jolgorio cuando pasaba Amador… porque en su cerebro maltrecho provocaba una reacción previsible: de tormento interior, expresado exteriormente. El pobre negaba con la cabeza y lloraba, al tiempo que mascullaba “No, no…” Resulta un misterio (al menos para mí) saber qué mecanismos se activaban en su cabeza, qué ideas se asociaban a qué recuerdos, simplemente escuchando estas palabras. Algún resorte que por casualidad un día incierto alguien descubrió y servía como entretenimiento a la concurrencia.

Igual que Amador estaba Julio “el bobo”, un border-line con cara de simple cuyo único delito era llevar las uñas de los pies inmensamente largas, gruesas y amarillas por los hongos. Pero éste era más peligroso: alguna vez le vi enfrentándose violentamente a sus increpadores.

También estaba “la Tajaílla”, cuya fama de madre soltera la hacía entrar también en el grupo de los anormales[2] y por tanto con el estigma social: en este caso, de puta. Supongo que por ser la antítesis de la lujuria desempeñaba perfectamente el papel asignado… haciendo rehuir del sexo pecaminoso a cualquier jovenzuelo por muy salido que estuviera.

5. En general el carácter saharaui puede ser calificado de ocurrente, aunque muchas veces se encuentra mediatizado por el cavernícola que lleva dentro. Baste contemplar el orgulloso emblema de la localidad: un humano enfundado en musgo de cuerpo entero, con un garrote en la mano[3]. En esencia, tras el paso de los años, no ha variado mucho el panorama.

6. Supongo que todos tenemos cosas de las que avergonzarnos, aunque no seamos causantes ni responsables de ellas. Un buen ejemplo es mi pueblo y su idiosincrasia. Aquí van tres ejemplos a vuelapluma:

  1. Un grupo de animados espíritus carnavaleros decidió disfrazarse de indígenas africanos… para eso, utilizaron brea como pigmento corporal y unas pajitas como atuendo, fabricando unas faldas con ellas. Nadie había reparado en lo combustible del conjunto hasta que a un “gracioso” se le ocurrió acercar una llama al disfraz: un buen ejemplo diáfano de las dos facetas de la imaginación saharaui… la creativa y la cavernícola. Una mezcla explosiva.
  2. Pero en el desplante amoroso sale a relucir con toda su enjundia la susodicha imaginación: como en la ocasión de venganza materializada a la puerta de una discoteca del pueblo. En esta ocasión, algo tan primario como un martillazo en la cabeza del considerado indeseable.
  3. Como guinda del muestrario, una situación más enrevesada… casi de culebrón. Alguien recibe una llamada telefónica anónima que le dice (más o menos): “Si quieres saber cómo y con quién te pone los cuernos tu mujer, baja ahora mismo al garaje de tu casa”. El cornudo, sin dudarlo, llega al lugar de los hechos… efectivamente, encuentra a su adúltera mujer con el amante en plena faena. La situación se resuelve como sigue: enajenado[4] le asesta un golpe mortal con un destornillador en el corazón al amante, ante la vista de la adúltera. El simbolismo de la escena habla por sí mismo, resulta clarificador.

7. ¿Qué salvaría yo de Kagan y su comarca? Sin duda, los cerdos (como concepto). Son inigualables. Podéis investigar: os garantizo que no encontraréis cerdos como los de mi pueblo… y al decir esto sé que me estoy convirtiendo en el mejor ejemplo.

8. Mi forma de ir a misa: saharaui en esencia, quizá por haberse modelado a imagen de aquella hipocresía. Inconsciente, irreflexiva… como cualquier otra costumbre socialmente aceptada, sin plantearse la realidad en su conjunto. Como tampoco en su expresión concreta. Después llegaría el pensamiento, arrinconando todas aquellas prácticas absurdas, de pérdidas de tiempo… en algún rincón de la memoria sin más trascendencia que un troquelado frustrado para los poderes dominantes en Kagan.

9. ¿Qué hay de cierto, existió aquella ladera mítica en mi pueblo, un vertedero donde la gente iba a tirar los medicamentos inservibles? ¿o fue sólo un sueño que repito, como un error o un arquetipo?

10. Hubo, sin duda, un tiempo-bisagra, en el que se solaparon mi pueblo y mi ciudad. Fue la frontera de la adolescencia, que se puede cifrar fácilmente en la boda de mi prima. Era el 15 de septiembre del ’83, yo acababa de inaugurar mi etapa universitaria, con la carga personal que supone eso: abandonar el instituto. Un horizonte nuevo se abría ante mis ojos, sin anclajes: un constante descubrimiento. Con aquellas primeras impresiones tuvimos una animada charla de banquete en mi mesa durante la boda. Risas, ocurrencias y buen rollo. A lo lejos, según parece, alguien me estudiaba para darme caza: era Asunción Kagan, una prima segunda que también estaba en la boda. A la hora de la discoteca, caí en sus redes de experimento adolescente: fui un ejemplar entre sus labios, ávidos de besos. Para ella, una especie más en su recién inaugurado currículum de morreos. Yo era un neófito y así se lo dije, aunque no llegara a creerme.

La experiencia iniciática había concluido. Aquella bisagra se empeñó en expulsarme de mi pueblo.

11. Pero también al revés. En mi pueblo tenía una pandilla a la que Rai ÁGIL me había acercado: Víctor Patriarca, Paqui SOTA, Romina BUSCA, Chispa, Yoel… Esto fue durante los dos años siguientes: charlas, partidas de cartas, cañas, cine… eran nuestros entretenimientos durante las lluviosas tardes saharauis. Otro de mis intentos fallidos[5] de pasar a formar parte del mundo de las parejas con todas sus consecuencias. Algunos de aquellos elementos pandilleros empezaron a estudiar en Samarcanda en el ’85, yo visitaba sus casas en aquel septiembre histórico en una calle de nombre inventado por el boca-a-boca[6] pero enseguida mi vida fue por otros derroteros.

Para mí era el inicio de una nueva etapa: el descubrimiento de la filosofía (teórica y práctica). Para mi cumpleaños del ’85 ya había cambiado todo. Aquella inserción de mi pueblo en mi ciudad tan sólo fue un espejismo efímero… porque mis rituales iniciáticos, de paso, me apartaron para siempre de la cortedad de miras que me ofrecía Kagan.

12. Entre la depresión serena y el entusiasmo etílico. Un lugar de extremos, donde naufraga la conciencia: eso era Kagan para mí.

13. Posteriormente una nochevieja (probablemente la del ’88) vino a regalarme un episodio asaz clarificador. Mientras Andrés GHANA y yo pedíamos copas en una barra atestada, me llamaron paleto unas tías de mi pueblo… ¡sin saber que yo era de allí! ¿Qué hacía yo aquella noche en ese bar? Acompañaba a Andrés GHANA, quien “disfrutaba” de la compañía de su entonces novia, ahora mujer, Agustina HUMOS… que a su vez iba con su hermana Jacinta HUMOS: las hermanas periquito en sus mejores momentos. Y yo allí, con cara de imbécil, en el fárrago saharaui, incapaz de aprender según qué lecciones.

14. Me asomo a la ventana y aspiro, respiro la libertad de la distancia en espacio y tiempo. El jardín huele como lo hacía el parque de mi pueblo en las mañanas de verano, cuando lo frecuentaba para ir a la Biblioteca, a cambiar libros: olor a hierba recién cortada, a cabeza interior. Tras el mostrador, aquella viejecita flaca y fea, rodeada de saber: Valentín Hermano y nos referíamos a ella como “la bibliotecaria enclenque y timorata”.

15. Eso sí me gustaba: Valentín Padre orgulloso de la bocina de su coche, asustando a los pueblerinos de mi pueblo, haciéndome sentir diferente.

16. Muchos años más tarde, un incendio en las noticias; todo quemado. Los montes que arroparon mi niñez… reducidos a cenizas, como si aquél fuera el nido del Ave Fénix. Una metáfora que no me abrasa, un fuego que me dejaría frío si no fuera por la Naturaleza.

17. Allí seguirán todos: en Kagan, muriéndose de asco sin saberlo… igual que yo un día, ignorante, pensé que el mundo terminaba en aquel limitado horizonte… Allí continuarán todos, desentendiéndose del mundo real, parapetados tras sus cositas cotidianas: la venda que les priva del futuro.

18. Gracias (adiós) me fui de aquel pueblo en el que nunca pasa nada, para otro pueblo más grande… Samarcanda, que jamás ha pensado nada, aunque diga lo contrario su fama.

19.¡Qué pocos modelos, qué poca gente decente en la Historia de mi pueblo y sus alrededores!



[1] Por eso, con menos de 8 años.

[2] Estadísticamente hablando.

[3] Rememorando el hito histórico de haber expulsado a los moros de las tierras hace muchos siglos. Todo un símbolo del orgullo adocenado, medieval.

[4] Como probablemente había estado toda su vida.

[5] El de Romina BUSCA.

[6] La simbología de su ficticio nombre lo dice todo.

 

 

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