Pedro

Sargento

 

Samarcanda

´98

´99

  928

             

 

Me gustaba ver a Pedro Sargento en La Tapadera, evolucionando entre el lienzo de manera totalmente libre, dando rienda suelta a los fantasmas de su cabeza gracias al pincel y las ganas. También poseía bastante técnica, lo que provocaba unos resultados llamativos… recuerdo especialmente una monja subiéndose las gafas con gesto inquietante, inquisitorial: reconvención personificada en paisaje gris de fondo, que no era sino un cementerio. Bueno, es un ejemplo diáfano de los contenidos cerebrales de Pedro Sargento; su risa sin cortapisas era la mejor presentación de su personalidad, quizá por eso conectábamos y nos entendíamos bien.

La verdad es que el Pedro Sargento que yo conocí, quien evolucionaba por los entresijos de La Tapadera con sus tejemanejes artísticos, nada tenía que ver con el Pedro Sargento al que todo el mundo conocía: aquel elemento que custodiaba el tesoro más preciado del pub Sargento. Pedro Sargento era allí camarero y con eso queda todo dicho, pues aquella vida, distribuyendo el ansiado veneno entre toda la variopinta e incalificable clientela que allí se daba cita, ciertamente tenía su mérito y necesitaba algún tipo de compensación psicológica para mantener en equilibrio a Pedro Sargento, necesitado de él sobremanera.

Creo que Pedro Sargento no tenía estudios, pero bien podría haber sido licenciado: sin problema alguno, en cualquier especialidad a poco que se lo hubiera propuesto, porque Pedro Sargento era un tío inteligente. Quizás no académicamente hablando, pero esto no resulta un menoscabo a tenor de los muchos analfabetos licenciados que tod@s tenemos que aguantar y sufrir cada día.

Pedro Sargento vivía en un piso algo desastrado, como su manera de vestir o sus modales: en esto estaba bien conjuntado, iba a juego estéticamente hablando; el típico ejemplo que serviría para demostrar que la persona es un todo integrado, un rompecabezas en el que encajan todas las piezas.

Alguna que otra vez acepté su amable invitación y me pasé por el Sargento a tomar una copa, lejos del ambiente de óleo y aguarrás que normalmente compartíamos entre amigables y productivas charlas. Ciertamente Pedro Sargento se desenvolvía con soltura tras la barra, sabía lo que se hacía y cómo lo hacía; me habría gustado encontrarle diez años antes, sobre el ’88… cuando yo llevaba puesta otra cabeza muy diferente a la del ’98.

Entre Pedro Sargento y yo había una especie de desfase temporal, pues yo había pisado aquel mismo garito, el Sargento, en condiciones tan diferentes… pero esto no me parecía un desperdicio, sino más bien al contrario. Un aprendizaje: de cómo el mismo horizonte, el mismo ambiente y el mismo paisaje varían tan intensamente dependiendo de cómo tenga uno la cabeza. La mía del ’98 ya no pedía copas a mansalva ni descontroles, pues ya tenía contaba con suficientes en su bagaje.

Cuando veía a Pedro Sargento experimentaba la sensación de haber pasado ya por aquella etapa… pero no de manera errónea ni desencantada. Más bien era como contemplar un libro de enseñanza Primaria durante un descanso de los estudios universitarios. Quizás la ternura viciada de compasión que me provocaba en el ’98 aquella fauna que transitaba por el Sargento tenía que ver también con la intuición de que a Pedro Sargento le ocurría algo parecido, aunque no recuerdo haber llegado a comentarlo con él en ningún momento.

Cualquier día Pedro Sargento habría podido pintarlos a todos y cada uno con la exactitud casi científica de quien hace una radiografía de almas ajenas, plasmándolas sin dañarlas.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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