Sargento

Disco

 

Samarcanda

´85

´99

 589

             

En su día, allá por los ’70, el Sargento había servido como homenaje a la película de los Beatles. Pero de aquello sólo había quedado la decoración de la puerta, como recordando viejos tiempos… Para finales de los ’80 ya era otra cosa, lejana a una distancia de años-luz de aquellos planteamientos estéticos. Había ido abrazando poco a poco un territorio casi de reserva (en el sentido indio de la palabra). Un refugio para almas más o menos descarriadas que iban buscando paisajes amables o simplemente habitables.

No recuerdo exactamente la primera vez que entré en aquel lugar equívoco para el espíritu llamado Sargento, donde no estaba muy claro si terminaba el mundo conocido o simplemente empezaba otro diferente. Con toda probabilidad sería el ’86, porque la proximidad con el Plátanos debió de provocar alguna incursión en Sargento. A pesar de que las discotecas nunca han sido santo de mi devoción… quizá por una mera cuestión de principios: se supone que son un lugar al que se va a bailar.

Como lugar de reunión el Sargento no estaba mal. La barra de la entrada principal, directa para los buscadores de alcohol y charla, más como un bar que otra cosa. Después empezaban las escaleras descendentes y por tanto el inicio del infierno. Bajar significaba aceptar las reglas del juego. Entrar en aquel purgatorio era saber a qué atenerse, dejar atrás cualquier lirismo.

Por sus condiciones, localización y otras características, el Sargento era un lugar-bisagra. Al menos para mí, para mis necesidades. Resultaba perfecto algunas noches, tras disfrutar/sufrir el viacrucis de la zona. Antes de adentrarme en la recta final de una noche resignada[1], hacer en el Sargento un intento de buscar alternativas sorprendentes.

Si en lo referente a otros locales había expectativas, por lo que al Sargento respecta era, ante todo, la sorpresa de lo inesperado. Allí podía ocurrir casi de todo lo aceptable, lo tolerable. Encontrar personas conocidas de forma imprevista y en condiciones imprevisibles. Al no ser uno de mis lugares habituales, no controlaba con exactitud quiénes iban por allí con regularidad, de ahí que los encuentros resultaran siempre una sorpresa para mí.

Aparte de la cuestión de la fauna, el Sargento resultaba bisagra también porque servía para profundizar en la situación que la cabeza ya llevara predispuesta. Era combustible para lo que uno quisiera quemar. Se dejaba habitar condescendiente. En el Sargento bailé unas cuantas veces, pero fueron muchas más las que pasé por allí sin llegar a mover el esqueleto. Únicamente desplazándolo por los pasillos que formaba la masa humana deambulante entre sus pistas y sus barras.

Era ese extraño peregrinaje de cuerpos que se mueven con excusas. Sin saber exactamente hacia dónde se dirigen desde un punto de vista algo más metafísico. Objetivos a corto plazo para enmascarar la falta de una finalidad real. Lo que podría decirse “vivir a ver qué pasa”, ésta era la esencia durante aquella cadencia cansina que bien podía atribuirse al alcohol, pero cuyo sustrato era sin duda más existencial que eso. El Sargento resultaba divertido, su música era buena y por lo general el ambiente contribuía a hacer pasar un buen rato. Dejar el cuerpo a merced de las luces, el ritmo y el alcohol daba como resultado un rato de ocio sin más. Aunque también estaba el asunto de las relaciones sociales, incluido el subconjunto del ligoteo.

Para eso el Sargento ya había tenido la época de los sofás en lo oscuro, donde había erotismo de todo tipo arropado por la penumbra. Pero después vino una reforma que cambió por completo aquel espíritu parejil, dando paso a la condición del Sargento como algo más desenfadado y universalmente accesible. No sé, algo así como una terminal de autobuses o un aeropuerto. Lugar concurrido, tolerante y dinámico.

Aquel cambio de carácter le sentó bien. De hecho fue la época en la que más practiqué mis incursiones y excursiones en el Sargento. Ya entrados los ’90 y a medida que fue creciendo la década, para mí dejó de tener atractivo. Todos mis antiguos compañeros de Facultad y de fatigas universitarias habían ido desapareciendo casi por completo, lo que llenó el Sargento de personas y ambientes para mí desconocidos. Por eso mismo faltos de interés… o al revés, no podría concretarlo.

Para finales de la década, mi relación con el Sargento se reducía a conocer a Pedro Sargento. Un camarero que practicaba las bellas artes en La Tapadera. Me ofrecía siempre la invitación abierta de visitarle en la barra de arriba, con lo que esto significaba. Pero sólo fui a verle un par de veces. No por nada personal, sino todo lo contrario: precisamente era lo personal lo que me movía a ir a visitarle. Del Sargento ya me encontraba realmente distanciado, a años-luz.

Aunque nunca fue para mí un lugar especialmente cercano desde el punto de vista espiritual, de conexión inmaterial, tampoco me resultó incompatible ni me provocaba alergia de ningún tipo. Más bien me dejaba frío. Para mí el Sargento jamás representó expectativas en ningún lugar del abanico, salvo las meramente circunstanciales.

Pero era un lugar de referencia. Uno de esos enclaves en los que uno siempre sabe a qué atenerse. En este sentido, podría decir que era parecido a un refugio de montaña. Durante las travesías nocturnas por Samarcanda, que en ocasiones resultaban tan duras e inhóspitas como llegan a serlo las ascensiones para los alpinistas (aunque salvando las distancias), el Sargento aportaba una especie de seguridad que nada tenía que ver con la materia. Una luz en las tinieblas, una guía espiritual.


[1] Trueno y Esquizofrenia.

 

 

Sonido

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