SAMARCANDA

SA - 1.

Generalidades

maracandesas

1973

078

 

 

CIUDAD DE BUENA VIDA Y MALA MUERTE

2.700 años de antigüedad son casi un embrión del infinito… o un fósil de todo el pasado habido y por haber, depende de cómo se mire… Pero algo es indiscutible: al igual que el bautismo, Samarcanda imprime carácter: ser de allí quiere decir, entre otras cosas, haber nacido entre esa cuadrilla de impresentables.

He vivido en Samarcanda durante más de 25 años, con lo que esto significa: estar constantemente en un lugar de paso para la mayoría. Quien la visita como un acontecimiento, tiende a idealizarla. Resulta secundario que la visita sea de un día o de cinco años, total la diferencia sólo es cuestión de matices.

El visitante extemporáneo contempla como idílico un contexto excepcional… precisamente porque es algo fuera de su costumbre. No hablemos ya de otra cuestión: su predisposición a lo positivo por no quedar como un tonto diciendo que ha perdido el tiempo. Pero la excepcionalidad sólo está en sus ojos.

Es decir, a fuerza de ver cosas diferentes cada día, llega a pensar que Samarcanda es el paraíso. Un poco también porque el ser humano pasa por la vida buscando perfecciones que no existen: inventándolas para proyectar su frustración.

Una misma realidad siempre tiene dos perspectivas clásicamente diferenciadas: desde dentro y desde fuera.

  1. Para quienes contemplan esta última, la tendencia a la idealización es un requisito indispensable para sobrevivir después[1] en la nostalgia artificial de quien inventa lo perfecto. Algo así como un amor platónico pero en versión urbana, sin cuerpos físicos entre medias. Se quedan anclados en su visión de mundo, suspirando por la ciudad perfecta, que sólo está en su imaginación, es una utopía. La realidad es más peregrina, más material y materialista.

En Samarcanda confluyen dos comunidades humanas bien diferenciadas: de una parte, la población autóctona y de otra, la población flotante[2]. Por definición y por características del ser humano, los autóctonos tienden a creerse propietarios del lugar, articulando sus mecanismos sociales de manera endogámica. Esto es así en cualquier agrupación humana, una variante de la entropía. A ello se corresponde una especie de concesión hacia el de fuera. Dando a entender que si permite otras presencias es por tolerancia, casi perdonándoles la vida… y les concede la posibilidad de disfrutar del paraíso. El famoso tema del ombligo: lo que convierte en excepcional al mundo en el que uno vive es este hecho, precisamente. Lo mío es lo mejor porque es mío, no al revés. Una especie de conformismo egocéntrico rayano en lo patológico, sin duda.

  1. En cambio, quienes contemplan el conjunto desde dentro, como propietarios o élite, lo ven de otra manera. El modus vivendi hace que muchas veces constituyan distintas variantes de explotación de la gente de fuera: económico, sexual, empresarial, cultural… Así, las opiniones hacia los foráneos se reducen a dos: continuar como tales, siendo explotados; o integrarse en la comunidad y comenzar con la explotación de quienes hasta ese momento eran sus congéneres. Foucault en estado puro. Sustraerse a esta dinámica resulta imposible sin ser censurado. De hecho, si los autóctonos se sienten solidarios entre sí, es por un solo motivo: reconocerse enfrentados a los foráneos. En cambio, a los foráneos les une algo así como el desprecio al explotador. La solidaridad recíproca de quienes se sienten menospreciados sin poder evitarlo.

Lo cierto es que un habitante de Samarcanda tiene una sensación semejante y paralela a la que invade a un profesor: la maldición de saberse envejeciendo internamente mientras alrededor tiene siempre personas con la misma edad, los alumnos. Les ha convertido en arquetipos… y a falta de un pacto con el diablo, estos individuos acaban encarnando al diablo en persona.

El habitante se siente a sí mismo capaz de un doble desprecio ético: de un lado, aprovechando la condición del explotado… pero del otro, por verse envejeciendo mientras el enemigo permanece inmutable. Así, lo más lógico es que vierta su inquina sobre el extraño: tildándole de cualquier cosa o menospreciando cualquiera de sus características personales.

El habitante autóctono, por tanto, padece una enfermedad de doble filo:

  1. Saberse mezquino, algo que muchas veces disfraza con ideologías o valores pretendidamente superiores, para sobrevivir sin enfrentarse al espejo: lo deforma hasta convertir en monstruo al resto.
  2. El complejo de inferioridad propio del mezquino: en lugar de intentar elevarse por encima del listón, rebaja éste hasta el suelo, consiguiendo por tanto superarlo sin esfuerzo ni sacrificio alguno. Así, sublima la explotación del foráneo hasta hacer de ella un deporte o una afición cinegética con la que presumir ante sus iguales por el tamaño de la pieza.

Lógicamente, todo esto dispara un mecanismo de defensa en el colectivo utilizado y ofendido: el extraño, a pesar de saberse impotente[3], para modificar las cosas termina aceptando que este conjunto de hechos forma parte de la factura. En fin, desde fuera se concluye que los más pobres son este tipo de seres que sólo se enriquecen materialmente, olvidando el resto de los valores. Tan pobres que sólo tienen dinero.

De ahí la afición de los foráneos por abrazar causas ideales, superiores espiritualmente hablando: compromiso social o llámese como se quiera. Queda por saber si no actuarían de la misma forma que sus verdugos en la situación inversa… pero teniendo en cuenta la juventud como característica esencial, quizás obrarían de modo similar en circunstancias diferentes. En definitiva, la consecuencia del autóctono es la radicalización del conflicto diplomático que resulta la vida cotidiana.

A la larga, se trata de una batalla desigual entre dos ejércitos desiguales: el tiempo juega a favor de los autóctonos[4], que siempre se quedan… mientras el enemigo se renueva cada año. Al fin y al cabo, es población flotante y pueden ser agraviados impunemente incluso de forma ética… porque no volverán jamás.

Del otro lado, un ejército en situación precaria por definición, siempre amparado en tácticas de guerrilla: sabiendo cuál es su terreno, aunque sea el mismo en el que especula el maracandés.

Sobre una tierra compartida, dos colectivos que se detestan. Coinciden o se interseccionan en cuestiones peregrinas. El tiempo ya está repartido: el día es de los autóctonos, que se recogen de noche para que campen a sus anchas los foráneos.

Así, el planteamiento no puede ser más maniqueo: la luz contra la sombra. Sólo que las reglas del juego están amañadas y la Historia la escriben los cortadores del bacalao. No puede concebirse actitud más mezquina y elitista[5] que la del colectivo que así actúa: por intereses económicos, sí, pero también por espúreos intereses ideológicos. Al fondo se distingue el eterno paisaje maracandés, tan árido como involucionista. Ya en la Edad Media se celebraba anualmente un martes (de ríos) que representaba el divorcio entre las dos Samarcandas: la imposible reconciliación del estudiante con el cavernícola.

Acaso sea un problema tan irresoluble como la condición humana, el de esta ciudad tan hermosa como prostituida.

¿Qué ha quedado de la gloria? Sólo un pueblo con afán postalero, con aspiraciones de recuerdo para turistas.

¿Qué ha sido de la Historia? Convertida en escombros por la especulación, deformada en manos de ineptos.

Samarcanda una vez fue monumental, pero el poder político le ha lavado tanto la cara que ha conseguido borrar el encanto de sus arrugas. Le ha hecho un lifting de historia para convertirla en plástico, que se vende mejor que la cultura.

¿Cómo se les va a pedir a los empresarios que entiendan de arte? Sería mucho pedir, pues sus ojos sólo están enfocados al dinero.

En Samarcanda se manifiestan y danzan viudas con la serenidad del éxtasis.

Cuando vives en Samarcanda estás deseando que termine el verano: añorando la costumbre, ese pequeño sufrimiento cotidiano. Esa comodidad de la tristeza, la tan conocida y atractiva frustración.

Como en Zenón, Samarcanda no se mueve donde está, pero tampoco donde no está. Es, por definición, un lugar inmóvil en aprioris: en espacio y tiempo. Aunque esto sólo lo comprendes cuando ya te has ido.

La miro ahora, desde el Google. Me parece una ciudad tan aburrida… lejos de aquellos ’80: efervescentes, atractivos y dañinos. En ellos nos jugábamos a cada instante la vida a una carta… Me pregunto si también ha envejecido sabiendo que así ha sido. Como un viaje fantasma hacia el pasado, truculento, clarificador e iniciático… así sería mi visita a Samarcanda, sin duda.

Al final, como un objetivo asumido: maracandés borracho y fino. No hacer alarde, pero sí honor al dicho.

La doble tendencia simultánea, disyuntiva exclusiva: escribir o vivir. Tensión superficial durante los días otoñales en la Samarcanda de los ’80, lo urgente arrasando lo importante. Prioridades de vida para acumular experiencias que escribir ahora, ya maceradas en la barrica del tiempo y la memoria.

ACERCAMIENTO A VUELAPLUMA. IMPRESIONISMO

* Tendría 10 ó 12 años cuando proyecté escribir las oraciones que rezaba cada día[6] para que no cayeran en el olvido, como así ha sido. A fuerza de no practicarlas, sólo son resonancias cavernícolas en mi encefalitis.

Lo cierto es que no llegué a hacerlo, dejando sin efecto lo que podría haber sido mi primera obra: un trabajo de campo sobre el cristianismo, con observación participante incluida. Como Alejandro Sawa, habría pasado a la Historia por semejante etnografía…

Así curé mi dolencia incluso antes de haberla padecido. Aquel silencio me privó de una escaramuza entre curas y supersticiones. Además de regalarme lo civil en mi vida literaria, frente a lo religioso… siempre amenazante.

* Me costó muchos años, pero finalmente creo que conseguí comprender aquella pintada elitista que vi algunos días sobre las paredes maracandesas de los ‘80: “HEGEL ERA MÁS ICONOCLASTA”.

Mucho más inmediato aquel otro graffitti, ya a fines de los ’90: sobre el monumento “A LA CONSTITUCIÓN”, una ligera corrección. Tachado este rótulo y corregido con un sonoro “A GROUCHO MARX”.

Un par de eslabones más en mi arraigada costumbre de encontrar las rosas más inverosímiles, siempre por los suelos.

* Igual que cuando niño iba dibujando cada día una letra “beta” con tiza de color rojo, sobre aquella puerta del garaje, a la vuelta de mi calle. Azul, oxidada y descolorida, como la vida misma… a mis escasos diez años y ya glosando lo cotidiano como los presos. Igual ahora, escribo un aforismo diario con beta de blog.

* Aquellas patéticas campañas institucionales, de visión deliberadamente deformada: irreales, se desnudaban ante mis ojos. “Samarcanda culta y limpia” en realidad era “Samarcanda cutre ¿y limpia?”… “Samarcanda se mueve” sin disfraz era “Samarcanda se muere”. Por desgracia, el tiempo ha venido a darme la razón… de cultura queda la postal, las rentas. De cadáver sólo le falta el olor (algunos días).

* ¿Por qué me acuerdo hoy de aquel poeta de Samarcanda que murió joven, en los ‘80? ¿Y por qué precisamente cuando estoy partiendo nueces?

* Hay un edificio[7]: entre sus cimientos alberga una moneda que le tiré allá por el ’87, cuando estaba en construcción… a modo de limosna hacia el capitalismo.

Su simbología, además de clara, resulta errática. Allí duerme la moneda el sueño de los justos[8]. Resulta un tesoro tan inencontrable como el pelo de Cortázar: costaría tanto recuperarla que no merecería la pena desde el punto de vista capitalista. Os propongo esta actividad como pasatiempo y reflexión, para que consigáis en este festín vuestro trozo de postre: degustad una más de las contradicciones del sistema, simplemente. Como quien se come un requesón con miel.

* Una vez, hace 20 ó 30 años, me pidieron un donativo contra el cáncer y respondí: “ya tengo”. Sin explicar si me refería al cáncer o a la pegatina que te colocaban por donar, como una medallita… entre otras cosas, porque ni yo mismo lo sabía. ¿Conjuro o invocación? Nunca se sabe.

* Hace muchos años, muy cerca de lo que una vez fue el domicilio de Araceli BRUMA[9]… años después vivió Araceli del BALANCE: frondosa, agreste y sombría.

En cierta ocasión desde la casa de Araceli BRUMA tiré una bombilla fundida… buscando su explosión en una casa desvencijada. Con el paso del tiempo, a la vuelta de la esquina: en casa de Araceli del BALANCE tomé (en uno de sus claros) baños de luna.

* Un día memorable en el que me dijeron que estaba más gordo y al rato[10] que estaba más delgado… ¡Qué victoria del relativismo! ¡Qué demostración de que gobierna lo subjetivo! Desde entonces, ya con motivo científicamente válido… no he vuelto a pesarme. Es evidente y resulta inútil: ya sé que soy un pesado.

* Eran otros tiempos, sí, de refugiarnos en la oscuridad de la madrugada[11] para morrearnos y magrearnos con placer. Una de esas cosas que suelen hacer los adolescentes sin saber muy bien por qué, siguiendo impulsos incomprensibles… como cualquier cachorro, propedéutica de futuros.

Finales de los ’80, entonces todo era distinto: más consciente y más loco al mismo tiempo. Como si hubiese una urgencia por apurar la vida… después se vio que era una intuición cierta. Lo de ahora, en la calle, no es vida ni es nada.

* El café en mi casa: los treintaypico que estuvieron invitados aquella tarde mientras mis padres estaban de vacaciones… mejor no recordarlo. Litros de café esperando y no apareció ni uno. Aquella capacidad de convocatoria debería haberme advertido de que lo mío no era la política.Si una vez entusiasmado llegué a pensar en una convocatoria de amigos en la plaza… desistí a raíz de la experiencia del café: más de 30 invitados y ningún asistente.

* El café en casa de Remedios COLGADA: veinticinco en su casa más de media hora y nadie dijo ni una palabra. Finalmente, la gente fue despidiéndose poco a poco y sólo se oyó en toda la tarde “adiós” en sus infinitas versiones.

* Como aquel pobre imbécil que murió por chutarse vino tinto.

 

INTUICIONES, ABSTRACCIONES

* Teorías de niños: la ropa que lleva una persona cuando la conoces por vez primera, jamás se la vuelves a ver puesta.

* Los otoños en Samarcanda olían así durante los ’80: enamorando espíritus y predisponiendo el alma hacia la sabiduría.

* Eran otros tiempos, los ’80: cuando los calcetines llegaban hasta los tobillos, cuando confundíamos pija con elegante.

* Inventábamos tareas y otorgábamos importancia a otras con el único fin de desgastar el cuerpo y malgastar la mente. Noches de parchís, café y tortillas de tabaco. Todo para no ser genios.

* Olor a ciudad mojada, a humedad urbana, perfume ligeramente erótico para un exiliado en el tiempo[12] cuyo cerebro asocia la lluvia nocturna con alcohol y seducción por activa y por pasivo. Noche y lluvia son femeninas, como ciudad.

* DOMICILIO Y HORIZONTE

Los techos altos en casa, otorgan amplitud de miras en lo existencial. El dulce olor de aquella casa…

COSTUMBRES

* Era el ’87: salía de casa cada tarde para ver gente… conocida. Pero no como quien va de visita, sino como el que mira escaparates. Sólo que entonces no lo sabía: podía más la sensación de “observador participante”… me implicaba sinceramente en aquel catálogo de excepciones que por fortuna eran mis conocid@s.

A veces llegaba hasta su casa y la persona no estaba: había salido a la biblioteca o cualquier asunto de estudiantes. Me abría alguien del piso para esperar y yo aprovechaba plasmando sensaciones y pensamientos en un escrito improvisado, impresionista. Esperaba paciente, meditando hasta conseguir literatura. Algunas veces la persona volvía en ese ínterin y aprovechábamos el escrito para charlar. Otras veces me cansaba de esperar y me iba con el botín bajo el brazo. Las menos, dejaba el escrito sobre la mesa y me iba, sin llevarme copia. Era un tiempo sin móviles: ni SMS ni WhatsApp. Reinaba por doquier un azar de predestinación, presto a jugar con carambolas de vida. Veladas olvidadas y veladas inolvidables, dependiendo de la inspiración del happening: pero ante todo comunicación y simbolismo. Toneladas de sentimientos en ese germen de vida, en ese ensayo constante que es la juventud. Imprevistos que eran fructíferos, prolíficos. Inspiraciones de una vida tan apasionada como compartida. Y el café, siempre el café para ganar amigos, para compartir el proyecto efímero y fungible que significaba enroscar una cafetera. Era un tiempo sin Nespresso, pero con café: la mayor droga entre gentes de bien.

* En los ’80 mi alma gótica ya llenaba los buzones de cartas negras; mucho antes de que se inventara esa etiqueta, el luto y su alivio eran mi bandera… de vacío y anhelo, de desencanto plena. Al principio jugando a las cartas... más tarde, a los e-mails. Y también me gustaba mandar telegramas, sólo porque eran algo extraordinario.

* Pasiones inventadas sólo para salir del gris cotidiano, sin sentir en realidad… sólo imaginando una vida apasionada, eligiendo inconscientes un objeto al que dirigir el deseo: esa energía incontrolada incapaz de quedarse dentro. La fuerza que prefiere apuntar a un sitio falso antes que no proyectarse. Salir del gris a toda costa, inventar el amor, no padecerlo. Vivir la mentira para poder recordar alguna vez haber amado y después haberse sentido engañado. Pero no, fue engañarse y no aceptarlo antes ni después. Nunca la lluvia.

* Durante mi juventud, fecundando las calles de mil maneras…

* La cabecera de la cama, baúl de recuerdos, presente del pasado, detalles de la vida que ya se fue.

* Alguna vez dijimos demasié como si no pasara nada, era normal…

* Mis 10 años sin tomar el sol, mis 15 ó más sin beber ni una cocacola.

* Una vez pinté una luna negra recortada sobre cielo rojo… era un tríptico de angustia analfabeta sobre tablillas de ignorancia y paisajes de esperanza. Sería allá por el ’86…

* Soy el oso Colargol, sé cantar en Do y en Sol, en Do-Re-Mi-Fa-Si-Sol. Canciones infantiles resonando en el interior de la caverna.

* Mi tendencia natural a hacer el ridículo en nochevieja.

* Se me caen los pantalones… pero no sé si es porque estoy adelgazando o porque cada día estoy más gordo y la barriga me los empuja hacia abajo.

* Ya perdí esa afición, casi vicio… de pasar los semáforos en rojo. Ese homenaje a la rebeldía, esa reminiscencia de juventud siempre perdida. Nunca lo bastante, pero seguimos en la lucha: sólo que ahora no es tan simple, buscamos más lo retorcido. Puede que sean achaques, nostalgia… ¡qué sé yo! El caso es que aquella costumbre me visita cada día. A veces la destierro sin más, como al destello de cualquier espejismo. Pero otras (como hoy) me busco sin encontrar renuncia: sólo metamorfosis.



[1] En el día a día de la existencia, en lo cotidiano.

[2] Independientemente de lo que dure esa flotación.

[3] O precisamente por eso.

[4] Aunque también en su contra, envejeciéndoles.

[5] Abuso de posición dominante, dirían los expertos.

[6] Herencias familiares desde la noche de los tiempos.

[7] Entre la casa de Andrés GHANA y el entonces bar Manolo, cerca de la Facultad de Filosofía de entonces.

[8] Como los billetes quemados también por mí en mil noches, en otras partes, para mayor gloria de la economía estatal.

[9] Símbolo de albura y pureza.

[10] Otra persona sin contacto con la primera, pero a la que también hacía mucho que no veía.

[11] Por ejemplo, en la trasera de Correos.

[12] ¿Acaso existe el equivalente para “cosmopolita” en el plano temporal? ¿y para “destierro”?

 

 

Sonido

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