JIZZAKH

 

JI

 

Generalidades

de Jizzakh

 

1986

102

 

 

Si hubiera que resumir telegráficamente la esencia de Jizzakh, la palabra sería reducto. Como tal se presenta: no sólo a la vista de cualquiera[1]… sobre todo ante los propios lugareños, acostumbrados/resignados ya a ser una especie de equivocación de la Naturaleza o de la sociedad. No podría decirse dónde reside exactamente la auténtica responsabilidad del hecho.

El caparazón que recubre el núcleo urbano son unas murallas que lo dicen todo sobre el lugar[2]: protegerse es aislarse cuando el ambiente es hostil. Pero parapetarse en lo propio, blindarse y rechazar por miedo o por ignorancia cuanto venga de fuera… ya es otra cosa. Es afirmarse en lo malo conocido como garantía de una muerte no sólo anunciada, sino además asumida. Es condenarse a uno mismo: la peor de las condenas.

Dicho todo lo anterior, por tanto, no resultará difícil rastrear en la Historia de Jizzakh espíritus que ya históricamente apuntaban todo lo expuesto. Esto nos brinda una ocasión ideal de comprender el espíritu contrario a todo progreso que en el fondo es la esencia del espíritu de Jizzakh.

No se trata sólo de contentarse con una realidad ya hecha[3]: es atrincherarse en ella hasta el punto de negar cualquier cambio, cualquier reforma. Es negar la evidencia del cambio con la coartada de cualquier dios. Dicho sea en sentido amplio, porque la cuestión religiosa sólo es una de las vestimentas que utiliza la mentalidad aquí explicada. Va un poco más allá e inspira y contamina todas las facetas humanas, no únicamente la religiosa. En ella se expresa y se encuentra en el placer de la esencia de Jizzakh, por remitirse a una instancia superior que anula voluntades. Sin embargo, el núcleo de lo aquí explicado hace referencia a una visión cósmica, universal, del aniquilamiento como forma de entender la propia vida… pero con las intenciones enfermizas de exportarla dogmáticamente: hasta llegar al intento de conquistar culturas ajenas, al más puro estilo de la Cruzada y la Colonización. Imponer la propia idea[4] a la Humanidad completa si llega el caso. Una versión del anschluss hitleriano o del Estado Islámico del siglo XXI… pero desde el ámbito espiritual del Medievo.

El carácter de Jizzakh, atrincherado en el pasado que le identifica con semejante mentalidad, ha llegado a creerse que ésa es su propia esencia. De ahí que sea harto difícil encontrar una sola calle o plaza de la ciudad que no contenga la referencia a algún personaje de este pelaje. Santo, místico, beato o habitante genérico del mundo religioso, adocenado… que se piensa auténtico, al estilo de la reserva espiritual que tanta fama disfrutara otrora.

La reciente Historia del planeta, que nos habla de globalización, no ha hecho sino profundizar semejante abismo: el que separa Jizzakh del resto del mundo. Ello es así porque en la puesta en común de las culturas, la de Jizzakh… acomplejada por la mera posibilidad de no estar a la altura, ha negado la mayor: eligiendo la opción fácil de volver sobre sí misma. Partiendo de una redefinición del Universo que coloca a Jizzakh en el centro del Todo. No sólo es un reducto: es que bajo la excusa de la muralla se ha convertido en una tortuga[5].

Como cualquier comunidad acomplejada en su inferioridad, tenderá a negar o minusvalorar todo lo que no sea ella misma, identificando su propia esencia con el inmovilismo. Se condenará así a perpetuar eternamente unos errores que de otro modo podría haber superado con facilidad. Si hubiera salido de esa dinámica perniciosa en la que ha caído –casi sin quererlo– por causa de políticos enfermizos y/o mentalidades pusilánimes… o al revés. Miopes en general.

Quien haya deambulado alguna vez por la noche de Jizzakh… conoce la sensación de alma aterida que sólo casualmente se identifica con el frío climatológico. Equiparar ambos indica desconocer el alma humana, pues muchas veces un páramo geográfico guarda el fuego de mil infiernos. En Jizzakh son las calles quienes se nos presentan como enemigos, azuzándonos para que nos resignemos al hielo como algo irremediable. Pero no lo es: en el interior del núcleo de Jizzakh, a cada instante pelea por salir a relucir la vida. Mis noches vagando por sus calles han sido de todo menos aburridas. En general se ha tratado de lecciones simbólicas… impagables, de las que nos ayudan a crecer sobremanera.

Por ejemplo, aquella nocturna ocasión en la que nos encontrábamos tomando cerveza en uno de los bares típicos de la noche juvenil de Jizzakh, allá por el ’91. Yo comentaba con Nito las diferentes bellezas femeninas que nos obsequiaba la vista, fijándome sobre todo en una morena cuyo gracejo llamaba mi atención especialmente. Pensé que se había dado cuenta de mi interés, porque se dirigió resuelta hacia nosotros. Al llegar a mi altura, me dijo amablemente: “¿Me deja usted pasar, por favor?” Resultó que yo interrumpía su paso al estar aposentado en medio de la puerta. Me retiré, claro… pero el golpe bajo de que se hubiera dirigido a mí como a un señor ya no lo remonté durante el resto de la noche. Ni siquiera por las muchas risas que compartí con Nito[6].

Otro episodio clarificador en mi relación con la santa tierra de Jizzakh tuvo lugar también de noche: eran fiestas locales y circulábamos alegres entre verbenas y tertulias. Me acompañaba otro ilustre abulense, Conrado RASPA. Íbamos de un lugar de marcha a otro, contentos y charlatanes, pero con la vejiga llena. Tanto, que me resultaba imposible esperar hasta el siguiente bareto… por este motivo elegí un callejón pequeño y oscuro para aliviar siquiera momentáneamente la tensión de mi vejiga.

No había acabado aún de evacuar mi depósito natural, cuando asomó a una ventana la típica figura del energúmeno con bigote: en pijama y con un gorro de dormir… de ésos que acaban en borla. Nos increpó sobremanera por hacer aguas menores, mientras a su lado la mujer le insistía para que lo dejara. La escena fue lo justo para impedirme terminar a gusto la meada. Nos fuimos, claro, porque allí no habíamos ido a librar una batalla.

Mas quiso la suerte nocturna que un par de horas después, a la vuelta del jolgorio, pasáramos otra vez por la misma calle. En aquella zona la ciudad estaba en obras y no pude resistir la llamada de la justicia cósmica, que con sus aldabonazos estaba machacando mi cabeza. Agarré un par de adoquines y me dirigí al callejón de antes, haciendo caso omiso al intento disuasor de mis acompañantes. De nada les sirvió el conato, porque con una resolución que incluso me sorprendió a mí mismo, desde la oscuridad del callejón y sin más ayuda que mi puntería, lancé un adoquín hacia la ventana que rato antes había albergado los improperios… aunque ya estuviera cerrada. Sopesé mal la masa de la piedra y la distancia existente[7], porque no llegué al tercer piso. Probé con el adoquín de reserva, afinando más la puntería y la fuerza: esta vez sí que iba camino de su destino… pero se interpuso una estructura metálica[8] contra la que chocó mi proyectil, dando así al traste con cualquier posibilidad de justicia o venganza. Nos fuimos, claro: porque allí ya estaba todo hecho.

Sin embargo, cuando Jizzakh adquiere su verdadera personalidad es ante todo de día. Con ese color de huevo podrido inundando la atmósfera hasta más allá de lo explicable. Como si el cielo fuera un huevo azul sufriendo una reacción química que escapa a cualquier racionalidad. Entonces resulta natural y comprensible la visita constante a la ciudad, casi una peregrinación de colectivos que buscan elementos fósiles con apariencia humana. Armados de curiosidad y paciencia, estudian a quienes viven habitualmente entre esos muros. Se comprenden también la soledad, el suicidio y la resaca… incluso los postres típicos hechos con huevo, circulando entre los recovecos de un cerebro que jamás imaginó llegar a encontrarse en semejante tesitura.

Con semejante alteración en las percepciones y en la perspectiva metafísica, en circunstancias tan extremas… puede llegar incluso a comprenderse la esencia de su Estación de Autobuses o la personalidad de un oriundo de Jizzakh en condiciones normales de vida. Inunda la conciencia una comprensión infinita, incomprensible, que llena la cabeza de un llanto seco. Y uno se descubre incapaz ya de dormir o pensar con claridad.

El raciocinio es rebosado por una dimensión nueva, comunicada con toda la sabiduría que albergan esos muros… hasta que el cuerpo se llena a borbotones de una frase aparentemente contradictoria: “me voy porque no me marcho”. Resulta una aparición fantasmal y como supervivencia no queda más salida que huir de semejante paisaje como alma que lleva Dios… Sólo hay una cosa más terrorífica y espantosa que haber comprendido la mentalidad de Jizzakh en toda su extensión y profundidad[9], a saber: es un monstruo que todos llevamos dentro.

Desde ese momento, el virus ya ha penetrado hasta el tuétano más recóndito de todo lo que no es hueso. Para salir del amañado laberinto de Jizzakh sólo cabe la solución de reconciliarse con uno mismo. Pero lejos de ese frío inefable: en algún lugar del trópico que todos llevamos dentro.

La última ocasión en la que deambulé por aquel paisaje pensé que sería oportunidad adecuada para ajustar cuentas con mi pasado. Pero me equivoqué: Jizzakh fue un ajuste de cuentas con mi presente.



[1] Una especie de excepción en el páramo, tan inhumano como inhóspito.

[2] A poco que uno quiera profundizar en el sentido oculto de las cosas.

[3] A pesar de que el alma de la vida es el devenir: lo opuesto a la entropía.

[4] Típica de las celdas monacales.

[5] Todo caparazón, pretendiéndose ya inexpugnable, autocondenada a vivir miles de años en su ostracismo.

[6] Las hubo gracias al asunto.

[7] Probablemente mi carga de alcohol en sangre influyó en el error de cálculo.

[8] Negra, invisible por la noche.

[9] Con todas sus consecuencias.

 

 

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