Carlos Roberto
HOMBRE   Kagan   ´71 746
             

 

Su figura apocada invitaba a la compasión al menos a mí me lo sugería una especie de empatía que tenía que ver con la solidaridad, porque de alguna manera yo me veía reflejado en Carlos Roberto HOMBRE.

Quizá fuese nuestra común condición de pueblerinos o el desamparo que yo sentía en medio de un mundo que no comprendía. Recorríamos juntos a diario el itinerario de vuelta a casa desde el colegio en el que cursábamos Primero de Primaria, por la calle principal de Kagan; yo tenía 7 años y Carlos Roberto HOMBRE también, puesto que iba a la misma clase que yo de los Franciscanos. El trayecto era largo, al menos 20 minutos caminando para un adulto… tiempo que se multiplica cuando las piernas son tan cortas como las de un infante.

No recuerdo muchos detalles sobre nuestras conversaciones durante aquellas excursiones, pero sí alguno aleccionador: por ejemplo, comentarios hechos acerca de una característica peculiar de Carlos Roberto HOMBRE, que le hacía diferente a todos los demás.

Había nacido un 29 de febrero y eso rompía todas las previsiones habituales para las condiciones normales de vida en cualquier comunidad humana. Carlos Roberto HOMBRE sólo cumplía años una vez cada 4, según razonábamos, lo que haría que cuando yo  tuviese 40, él sólo tendría 10… una auténtica paradoja para nuestras mentes inmaduras y carentes de ciencia. Aquello nos resultaba inexplicable o al menos incomprensible, pero no nos parecía una bendición o una suerte, sino que al pobre Carlos Roberto HOMBRE le colocaba fuera de la normalidad por un simple hecho casual.

Así recuero la conversación mientras caminábamos ufanos, de vuelta a casa con hambre en el estómago y los cuadernos en la mano. Si hubiera podido, le habría cambiado mi fecha de nacimiento por la suya, porque el aspecto lastimero con el que Carlos Roberto HOMBRE deambulaba por la vida le hacía a uno pensar que ese chaval era digno de mejor suerte. No sé, mi recuerdo de Carlos Roberto HOMBRE está dominado por un color grisáceo que nada tiene que ver con la infancia, probablemente sea más la ausencia de motivación cromática que invadía el ambiente casposo de Kagan a lo largo de aquella calle Mayor, repleta entonces de comercios inanes y resignados a una dictadura que llenaba todos los rancios rincones. Intuición irracional que nos invadía el ánimo durante aquellas mañanas sin saber por qué.

La indumentaria de Carlos Roberto HOMBRE también contribuía a ello, creo que siempre vestía de un color azul marino sin personalidad ni vida, que a mí me recordaba la indumentaria de todo el cuerpo docente al que el régimen le había encomendado la tarea de educarnos en una cuadratura que no dejara lugar a dudas, ni tan sólo al pensamiento.

Una mañana, entre conversaciones sobre cromos o partidos de fútbol de los que jugábamos en el cole, Carlos Roberto HOMBRE y yo asistimos atónitos a una escena que nos hermanó para siempre, al menos en mi memoria. Junto a nosotros iba el hijo de un médico del pueblo: aquel chaval tenía fama de ser díscolo y gamberro. Al pasar junto a un gato callejero le pegó una patada en la barriga por diversión. El minino no le había hecho nada, ni siquiera se acercó a él… sólo pasaba por allí tan inocente como inconsciente.

El sonido que produjo la patada al pobre animal fue algo así como el ruido del vacío: un golpe contra una burbuja, aparte del consiguiente alarido. El chaval se rió contento por el resultado pero a mí me impresionó… a día de hoy imagino el motivo. No era otro que la metáfora: el sonido de la patada hizo presente en realidad el contenido de su propio cráneo, el de aquel descerebrado y gratuitamente cruel infante. La nada.

De la misma manera, con el tiempo aquel sonido diluyó la figura de Carlos Roberto HOMBRE para mi memoria, porque al año siguiente mi familia abandonó Kagan y empezó para mí la etapa de Samarcanda.

 

 

Sonido

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