Sorteo de interinos

     

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Desconozco si en la actualidad el proceso se sigue llevando a cabo de la misma forma, imagino que no. Ahora lo presencial es algo cavernícola, requiere de un cuerpo. Y nos encontramos precisamente en una fase de la evolución humana y sus relaciones asociadas en la que prima lo virtual.

Esto, para el caso que nos ocupa, tiene infinitas ventajas[1] con respecto al sistema de los ’80-’90. Lo que se denominaba entonces en la jerga al uso sorteo de interinos.

Fundamentalmente puede definirse como la forma ideada por el Ministerio de Educación para adjudicar las plazas de profesores sustitutos cada año al inicio del curso. Por tanto, tenía lugar a principios de septiembre, cuando la docencia se despereza tras la siesta estival y se dispone a afrontar un nuevo curso. Con los esquemas de todos archiconocidos.

A tal efecto se convocaba anualmente una reunión a la que debían asistir todas las personas implicadas, que por lo mismo tenían que preocuparse del seguimiento del proceso. En caso contrario corrían el riesgo de salir perjudicadas sin que hubiera posible resarcimiento, quedar excluídas. Esto en lo que se refiere a profesores interinos (sustitutos), claro… porque quienes ya tenían plaza regían sus destinos por otro mecanismo diferente, el concurso de traslados, independiente del que hablamos ahora.

Digamos que el sorteo de interinos era una especie de segunda división, en la que se ventilaban las migajas. Mientras por el contrario el concurso de traslados era la primera división: donde se partía el bacalao en sus lomos más apetitosos. Otra cosa era que, por esos caprichos de la vida, en ocasiones alguna migaja fuera más sabrosa que los platos del banquete… pero eran casualidades y habas contadas.

Durante la ceremonia del sorteo de interinos los representantes del Ministerio de Educación llevaban un listado de las vacantes[2] en las plantillas docentes de los Institutos de Bachillerato de la provincia. Además un orden de prioridad previamente confeccionado: de quienes, por nota en el examen de oposición y por méritos, se encontraban en el sorteo de interinos como legítimos aspirantes para ocupar aquellas plazas.

El asunto por tanto era sencillo. Hacer públicas las plazas disponibles ante todo aspirante que compareciera, adjudicando allí mismo, sobre el terreno, lugares y asignaturas a personas que públicamente daban su conformidad, comprometiéndose a cumplir con las obligaciones inherentes.

Dicho así parece automático y sencillo, pero era una realidad humana en la que se ventilaba el futuro laboral de un año entero durante un rato bien corto y simple. No sólo trabajo: ante todo dinero y posibilidades de futuro, porque entrar en la rueda significaba ir ascendiendo poco a poco[3] en un engranaje que, si todo iba bien y las siguientes oposiciones acompañaba la nota, haría desembocar al individuo finalmente en la primera división. Adquirir plaza definitiva y pasar a formar parte del colectivo “privilegiado” de los docentes de por vida.

Así estaban las cosas una vez al año: el sorteo de interinos suponía una fiesta. Era el encuentro nervioso entre verdugos y víctimas de un sistema descarnado… víctimas que a su vez se convertirían en verdugos por lo que se refiere al alumnado que les fuera adjudicado.

Aleccionador, sin duda, para clarificar el mundo docente en su último tramo, en su versión más cruda.

Lo cierto es que durante esa mañana que bien podría denominarse la “fiesta del interino”, la tensión se mascaba en el aire. Sólo asistí a un par de ellas en mi vida laboral-docente: septiembre del ’95 en Djizaks y septiembre del ’96 en Samarcanda. En ambas tuve la misma sensación. Una experiencia poliédrica que podría resumirse como sigue:

  • De un lado, la sensación de estar en una lonja de pescado. Allí se repartían beneficios personales para quienes supieran de qué iba el asunto y tuvieran habilidad para defender sus intereses… o hacer valer el poder relativo que les otorgaba su lugar en el listado. Para los novatos o quienes estuvieran mínimamente descolocados aquel día, las consecuencias nefastas durarían un año.

Por fortuna siempre había duchos conocidos que te aconsejaban. Además era preceptivo llevar preparada una previsión de lo que se ofertaba[4] y por dónde acceder a tus intereses: hasta qué punto podías compaginarlos con lo que había realmente. Sí, una subasta de pescado fresco en la que de una u otra manera todos acabábamos en el lugar del besugo.

  • De otro lado, el reencuentro con personajes que parecían ya inexistentes salvo por figurar como nombres en un listado previo, amenazantes. Aunque un día del incierto pasado hubieran compartido aula con uno mismo, en aquella idílica época en la que aún éramos todos alumnos.

Algo así como una fiesta de Facultad, un baile de antiguos alumnos en el que poco a poco los años iban haciendo mella en otrora compañeros de pupitre, reduciéndoles a un catálogo de miserias. Pero con el agravante de estar en una situación competitiva. El hecho de que alguien se quedara una plaza precedente, un puesto de trabajo… automáticamente reducía el número de las que quedaban disponibles.

Así, uno se debatía entre la alegría por el reencuentro con los antiguos compañeros[5] y la tristeza de que anduvieran ahí, puesto que eso disminuía las posibilidades del éxito propio.

  • Por último, la sensación de alivio con la que uno salía de aquella reunión, de aquel sorteo. El peso que uno se había quitado de encima hasta el año siguiente… que volvería a repetirse el asunto si no mediaba un éxito en las oposiciones que le permitiera a uno retirarse del sorteo.

Era, simultáneamente, un bautizo y un entierro a efectos de festejar el paso del tiempo; también a efectos de la vida y sus consecuencias laborales para todos los implicados. Allí se daba, además, la misma sensación paradójica que tiene lugar con los repetidores cuando uno es estudiante. De un lado, tienen la ventaja de ir sobre terreno conocido… pero de otro resulta evidente que su presencia allí, su experiencia, es el fruto de un fracaso. Así, son simultáneamente superiores e inferiores. Por eso intentarán hacer valer lo primero y obviar lo segundo, como si no existiera.

Se me escapan mil matices del proceso, principalmente porque no soy un experto en el tema. Él solito daría para todo un tratado de sandeces humanas en estado impuro. Sólo asistí a dos sorteos y además no fueron de mi especialidad. Aunque coincidí con mis compañeros de Filosofía[6], yo optaba a las plazas de Educación Plástica y Visual, puesto que fueron las oposiciones en las que más éxito tuve y en la especialidad que pude trabajar.

Pero además, el primer sorteo al que asistí se celebró sin oposiciones intermedias. Cuestiones de presupuesto en el Ministerio de Educación hicieron que durante una temporada aquella fiesta se celebrase sólo en años alternos. Era un sorteo de interinos light, descafeinado. A a la primera que me correspondía ir no había asistido por ignorar mi nota y el proceso mismo, motivo por el cual en el curso ’94-’95 acabé dando clases en el lugar que nadie de los asistentes a ella había querido: Angren[7].

Aunque de hecho hubieran sido las migajas de las migajas… para mí había supuesto un banquete: la libertad que me regaló salir de Kagan.


 

[1] Aunque también algún inconveniente, pero de carácter menor.

[2] Tanto a tiempo parcial como a tiempo completo.

[3] Tarea de años.

[4] Solía publicarse previamente.

[5] Alegría que mayormente consistía en constatar que estaban en algún aspecto más demacrados que uno mismo.

[6] Puesto que en el sorteo de interinos se juntaban todas las especialidades.

[7] Véase 126

 

 

 

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