SAMARCANDA

SA - 3.10.

Curros

maracandeses

M.E.C.   Despacho Territorial

1991

111

 

 

Aprobar aquellas oposiciones sin duda fue una verdadera encrucijada en mi vida: hubo un antes y un después, determinantes para muchos de los acontecimientos que tuvieron lugar en ella posteriormente.

La fecha exacta del primer examen no la recuerdo: un domingo de finales del ’90. Habíamos hecho un trato a tres bandas: Alejandro Marcelino BOFE, Jesús Manuel LAGO y yo.

Consistía en presentarnos los tres al examen y si alguno aprobaba, les pasaría a cada uno de los otros dos la cifra de 60 € al mes durante el primer año de trabajo… sin compensación alguna más que la satisfacción del éxito compartido, la alegría de vivir y tener esa suerte.

Este pacto previo sólo tenía dos requisitos: primero, comprar el temario entre los tres, pagando a escote[1]. El segundo era, lógicamente, presentarse al examen.

Partimos físicamente el libro de los temas en tres partes aproximadamente iguales, que debíamos intercambiar rotacionalmente una vez estudiadas. Así hicimos lo de: pagar, partir y repartir. Iban pasando los días y realizamos el primer intercambio de los temas: según declaraciones de los otros dos interesados, yo era el único que había estudiado. Cambiamos papeles: los suyos totalmente vírgenes y los míos leídos y subrayados… Nada más, escasamente memorizados.

Pasaron más días y lo mismo: segundo intercambio en condiciones exactas al primero. Cuando llegó el día del primer examen, ambos colegas habían desfallecido antes de empezar, así que el hecho de madrugar en domingo para ir al examen era una mera quimera: fui solo y con gran esfuerzo, porque mi escasa preparación hacía que la tendencia por simpatía fuera también a la renuncia. Pero lo perdido ya era irrecuperable: el dinero de los derechos de examen y el de los temas de la academia[2].

Por lo tanto yo ya no podía perder nada más. Ése fue el motivo de mi sacrificio: no tener nada que perder. Al menos así lo creía… no sé si ahora opino lo mismo. Un examen de tipo test sobre conocimientos jurídicos básicos y algo de cultura general.

Cuando salí del examen recuerdo haber pensado y comentado sobre el asunto: “Si el año que viene me lo preparo, aprobaré seguro”. Que tras salir las notas hubiera aprobado aquella primera parte no sólo me pareció un milagro… también una victoria pírrica… Aunque no la descarté, me pareció descabellada la posibilidad de aprobar el segundo y último: la prueba de mecanografía.

Otro domingo para ésta y habría terminado la tortura. Así que cuando llegó la fecha me puse la Olivetti bajo el brazo y ¡hasta la Facultad de Derecho! Allí tuvo lugar el examen, cuyo resultado para mí dejó mucho que desear. Bastantes fallos para lo que yo solía y podía haber hecho aquel día: pero la sala[3] llena de campanillas sonando al unísono para transcribir el texto que había que copiar imponía tanto que reducía mi rendimiento.

Al volver a casa aquel domingo, con la máquina a cuestas, tuve la sensación de que aquellas oposiciones eran más que accesibles. Tomé la firme determinación de prepararlas en serio y aprobar al año siguiente.

Pero no me hizo falta: el resultado me colocó en el puesto 160 de las 201 plazas que se habían convocado para toda la región. Sorpresa mayúscula: a mis 26 años ya tenía trabajo para toda la vida. El sueldo era una miseria[4] pero daba la seguridad de una limosna del estado: tan fija y ridícula como cierta.

La siguiente aventura fue esperar el reparto de las plazas: dio igual que yo hubiera colocado mis preferencias por eliminación[5]. Dio igual que eso diera como resultado que la única plaza que había en mi pueblo quedase en el lugar 19 de mi elección.

Me la adjudicaron: el Círculo de Maestros (C.D.M.) de Kagan (a 100 metros de la casa en que nací). Aunque cuando el 31/5/91 fui a tomar posesión en el Despacho Territorial del M.E.C. de Samarcanda, lugar oficial para dicha ceremonia, me dijeron que de momento me quedaría allí, en el propio Despacho Territorial.

Recuerdo que me hicieron acatar la Monarquía para poder aceptar la plaza… yo añadí la coletilla “por mandato legislativo”, una variante no radical de la que entonces era famosa: “por imperativo legal”. En el fondo, una objeción de conciencia que más tarde saldría a relucir en mi historial.

Si se quiere decir así, me tocaba trabajar en un sitio ya conocido hasta entonces sólo desde fuera, pero ahora del otro lado del mostrador: mis incursiones en aquellas dependencias habían sido siempre para cursar papeles encaminados a dar validez a mi formación académica y sus posibles salidas profesionales, como profesor de Secundaria. En otras palabras, desde el ’89 que terminé la carrera, sólo había pasado por allí para opositar al Cuerpo docente de Secundaria.

Ahora cambiaba: me había pasado al enemigo. Ahora yo recogía los papeles de la gente que se presentaba nuevamente a las oposiciones de Secundaria… incluido yo, que también optaba: pero en mi caso, a cambiar de puesto sin abandonar el Ministerio.

Aquel junio del ’91 ya empezó el jolgorio en este sentido: cuando se abrió el plazo para presentar solicitudes hubo tal avalancha de personas registrando compulsas de documentos, aportando cuanto podían para añadir aunque sólo fueran unas décimas al resultado del examen que harían en el futuro… que me pusieron a mí a recoger documentación, como apoyo al personal de Registro (que no daba abasto).

Para mí la experiencia tenía una doble vertiente: por un lado, trágica[6] pero por otra parte cómica[7].

Durante aquellos años, por un pacto entre el Ministerio de Educación y Ciencia y los interinos de larga duración, hecho con la connivencia de los sindicatos: las plazas de docente para los recién licenciados como yo, sin experiencia… estaban vedadas.

Así que transcurridos los primeros cien días de mi estancia como funcionario, una vez pasado aquel chaparrón de papeles propios y ajenos… llegó la normalidad. Andrés GHANA me había propuesto aprovechar aquel tirón para ejercer de gestoría, compulsando extraoficialmente a cambio de algún pago. Pero mi visión para hacer negocios jamás ha sido tan certera ni arriesgada: por eso sólo quedó en una mera idea. Además de lo problemático que podía llegar a ser ética y/o legalmente.

Lo cierto eran los días, iguales y monótonos una vez asentada mi presencia en el Despacho Territorial del M.E.C. Lo cierto era que me habían colocado en el departamento de Nóminas y Seguridad Social: aquello era un coñazo infumable.

Cada mes lo mismo: quince días mano sobre mano, esperando la llegada de datos que nos permitiera trabajar[8] y los otros quince días del mes a destajo. En otras palabras, aquella (des)organización totalmente irracional me obligaba al aburrimiento el 50% de mi presencia allí.

Sólo lo hacía llevadero el buen ambiente del negociado: Nena Parto, María Agustina Cachonda, Adoración Estrecha y Victoria Jefa. Soportable, porque además me dejaban leer en los ratos que el trabajo lo permitía. Casi por completo durante quince días al mes pude disfrutar con la literatura muchas veces mientras duró mi reclusión allí: coincidió con la época que un periódico regalaba un libro diario. Me los ventilaba en la misma jornada.

Nena Parto era una profesional de la maternidad y la función pública, a partes iguales: eficiente en ambas cosas.

María Agustina Cachondaposeía una mentalidad hilarante y positiva. La bauticé como “mi maruja favorita”.

Adoración Estrecha era como un sol negro, succionador de energía. Parecía tener como objetivo amargarle la vida a sus compañeras.

Como remate del conjunto estaba la jefa del Negociado, Victoria Jefa: su carga de permanente ironía le permitía estar en otro plano de la realidad.

Aquellas eran mis compañeras de horas muertas y horas vivas, pues cuando llegaban las cajas del CPD de Tashkent había que ponerse las pilas: entonces, durante esos días, a currar sin descanso.

Era la dinámica laboral de aquel rincón del Ministerio de Educación y Ciencia de Samarcanda: entre ordenadores con pantallas negras de letras verdes que muchos días se negaban a funcionar bien. En más de una ocasión, la desesperación me tuvo al borde de tirar alguno al suelo o lanzarle algo a la pantalla. Mis veintipico años impulsivos me urgían a ello, al contemplarme a mí mismo perdiendo el tiempo de esa manera.

Suerte que de vez en cuando Aniceto LOOR, el Jefe de Sección de Personal[9] venía a charlar con nosotros: y fumar, que entonces aún se podía, aunque Adoración Estrecha pusiera mala cara y abriese las ventanas.

Aniceto LOOR era un tipo tan curtido como cachondo. Siempre de buen humor, competente y capaz de charlar amigablemente sobre cualquier tema, lo que hacía con nosotros casi a diario. En su experimentada opinión, ésta era una práctica de la que sólo eran capaces los profesores de Matemáticas y Filosofía: los demás eran un coñazo.

El conjunto de la plantilla del Despacho Territorial del Ministerio de Educación y Ciencia de Samarcanda estaba en torno a las 50 personas: de éstas hubo muchas a las que afortunadamente jamás llegué a conocer. Sobre todo las de las plantas superiores del edificio: la “planta noble” como solían decir Victoria Jefa y María Agustina Cachonda.

El Jefe Provincial, los inspectores… ese tipo de chusma. También el secretario, Manuel GOMOSO, aquel bigotitos que se la cogía con papel de fumar[10]… A éste sí que le conocí, porque se encargaba de ir dando la tabarra como brazo ejecutor de Francisco PEPE, el jefecito a quien tuve oportunidad de contemplar un par de veces su oscuro semblante.

La mayoría era por lo general compañeros más o menos normales, soportables y llevaderos: había excepciones en lo positivo[11] y en lo negativo… que afortunadamente ya he olvidado.

En resumen, se trataba de un trabajo soberanamente aburrido del que sólo me evadía el rato del desayuno, durante el cual casi siempre iba a visitar gente de la Facultad. Compañeros de carrera que aún vivían en Samarcanda y casualmente cerca del Ministerio de Educación y Ciencia[12], pero tenía la sensación de ser un preso en libertad condicional, con el reloj ese rato persiguiéndome sin piedad. Solía decir en esa época, con una doble carga de ironía: “Yo respeto mucho a la gente que trabaja”.

No tenía por costumbre compartir ese tiempo de asueto con la gente del Ministerio de Educación y Ciencia: habría sido prolongar la agonía más de lo necesario. Para mí el desayuno casi siempre se trataba de un café pensando en la literatura antes de volver a la tortura.

Llegar a las 7:45 para fichar por las mañanas era casi como culminar una peregrinación, una penitencia: la que arrancaba de mi casa 20 minutos antes. Para eso, mínimo madrugar a las 7 de la mañana. Solía cruzarme entre la oscuridad y el frío con dos currantes que iban al tajo, subiendo mientras yo bajaba hacia el Despacho Territorial del Ministerio de Educación y Ciencia por las mañanas. Representaban una versión de mi vida, la domesticada. También estaba la pareja cómplice de churreros, que repartían felicidad los fines de semana, de madrugada: éstos representaban, simbolizaban mi parte indómita, rebelde.

La de las 7:45 era la vida de verdad, viniendo a vengarse, tras mis años de calavera…

Algunos días venía a verme al trabajo Dolores BABÁ. Mi recién estrenada novia, quien acogía la mayor parte de las horas que me dejaba libres ese trabajo mierdoso.

En aquella época yo tenía dos vidas: la primera empezaba a las 7 de la mañana y acababa a las 4 de la tarde. Culminaba tras mi regreso a casa, cuesta arriba… oyendo crujir mis articulaciones que renegaban del sedentarismo. Después comía solo porque toda mi familia ya estaba en sus cosas.

La segunda vida era “la de verdad”: donde me refugiaba mental y físicamente para poder sobrevivir a la primera. La de las copas, la literatura y los amigos. También recientemente la de la novia con la que me había propuesto intentar una vida normal. Sumada al trabajo, venía a ser un ensayo de mi futuro adulto y responsable[13].

Pero no podía soportarlo: quizás por tener aún demasiado reciente el paraíso de la carrera o quizás por no servir para unos esquemas que me chirriaban[14]. Lo cierto es que acabé poniéndome un tope: si el 1 de agosto del ’92 aquello no había cambiado, pondría yo algo de mi parte para que lo hiciera. Pediría que me mandaran a mi pueblo, que era realmente mi destino.

No hizo falta… como si me hubieran adivinado las intenciones o el pensamiento, me dijeron que tendría que ir a Kagan. Quizás influyera mi actitud durante la fiesta de supuesta tradición-reivindicación femenina en versión esteparia: aquel día el Jefe Provincial dejó que las mujeres del Despacho Territorial se tomaran el día libre… Yo también me fui, aunque sin permiso. Desafiando a que me dijeran algo aquellos carcamales casposos, machistas de mierda.

Los hechos ciertos fueron que un poco antes de agosto me presentaron a Pedro GRACIAS: sería mi jefe en Kagan a partir de ese momento. Me pareció un tipo simpático… aunque sólo fuera por tener la misión de sacarme de aquel infierno.



[1] Lo compré yo por correo y el precio estaría alrededor de los 18 €… seis por cabeza.

[2] Éste, afortunadamente, sólo un tercio del coste total.

[3] Una vieja conocida del ’83, de cuando hacía mis pinitos jurídicos.

[4] Dependía del destino, a mí me tocó una plaza por la que pagaban lo que trasladado a la actualidad serían 540 €

[5] Es decir, empecé las preferencias por abajo: de menos a más interés en el lugar.

[6] Ver cómo las plazas de profesor pasaban entre mis dedos sin poder tocarlas.

[7] Daba igual lo que ocurriera… Yo era el 0 de la ruleta: yo era la casa ganando.

[8] Desde el Centro de Proceso de Datos de Tashkent llegaban unas cajas atestadas de libros con datos para elaborar las nóminas. Informática en pañales.

[9] Curiosamente, el que habría sido clave en caso de que yo fuera docente.

[10] Licenciado en Derecho, claro, el pobre.

[11] Como Pedro Ordenanza.

[12] Araceli BRUMA, Eugenio LEJÍA

[13] Pensaba con certeza: “antes mis dominios estaban en la noche; ahora son la oscuridad. He cambiado el color negro del espíritu por el gris del alma”.

[14] Decididamente, aquel trabajo era igual de incómodo que una cagada pastosa de ésas que se pegan en el retrete por todas partes...

 

 

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