Pascual

el moralista

Samarcanda

 

´83

´85

936

             

 

No parecía mal chaval, de hecho no creo que lo fuera, me le imagino incapaz de ese disfraz. Pero como suele decir el populacho, cuando se dice de alguien que es buena persona, generalmente es porque no posee ninguna cualidad humana. Puede que éste fuera el caso de Pascual el moralista, un compañero de clase que tuve durante mi fugaz paso por la Facultad de Derecho: es el único motivo por el que podría decirse que soy una estrella en el asunto.

Pascual el moralista y yo coincidíamos a veces en clase, en filas cercanas de aquel anfiteatro adaptado para recoger/acoger tanta ganadería como allí se daba cita. Claro, juntamente con el asunto académico allí coincidían muchas otras facetas humanas: la del apareamiento hormonal, entre ellas. Por eso Pascual el moralista traficaba con apuntes entre oscuros intereses que resultaban bastante claros cuando se trataba de féminas. En uno de esos ratos estaba Pascual el moralista, rodeado de nínfulas en la fila que estaba justo tras la mía; era intermedio entre dos clases, así que me di media vuelta y le pregunté con una inocencia envenenada: “Pascual, ¿has visto una película que se titula Nunca en horas de clase?” Como a Pascual el moralista no le faltaba buen humor, sonrió ufano: imagino que para quedar bien con sus compañeras del momento al mismo tiempo que encajaba mi explícita crítica a sus actividades; me respondió: “Pues no, gracias por recomendármela, moralista”. Allí quedó la anécdota, que nos sirvió a ambos para adjudicarnos el mote respectiva y recíprocamente.

Después de aquello, cuando nos cruzábamos por algún pasillo o coincidíamos en clase, intercambiábamos el saludo: “¡Hasta luego, moralista!…” nos decíamos cada uno al otro, otorgando así a la palabra una polisemia cómplice. En fin, Pascual el moralista era un chaval próximo al pijerío, pero sin llegar a serlo. Probablemente le correspondía por cuna, pero sus rizos lo disimulaban entre risas, siempre prestas a aflorar en la conversación.

Lo que indudablemente sí que era: puritano. Su forma de vestir, sus modales… no sé, todo le delataba. Por eso me sorprendió que se interesara por un trabajo que estaba llevando yo a cabo, abordando desde un punto de vista jurídico el asunto de la Objeción de conciencia. Era el año ’84 y la cosa estaba de moda, pero yo me implicaba personalmente en el asunto, cuestión de principios. Le pasé todo el material que tenía, lo que en aquellos tiempos, aún no digitales y con el precio de las fotocopias significaba que yo me quedaba sin él, claro. No sé si Pascual el moralista llegó a elaborar aquel trabajo, lo que tampoco tenía mayor importancia para mis intereses o anhelos, pues al año siguiente yo me esfumé de aquella Facultad de Derecho sin ningún remordimiento.

De alguna manera el poso intuitivo de aquella investigación pude reciclarlo, porque tres años más tarde elaboré otro, más complejo y desde otra perspectiva, claro: para Ética y tenía implicaciones mucho más profundas. Era sobre la Objeción de conciencia y la Desobediencia civil. Imagino que si llegué a ser capaz de aquella síntesis fue en parte gracias a la obligación que me supuso por carecer de todo el material con el que se había quedado Pascual el moralista.

Ahora le imagino ya como todo un señor, licenciado en Derecho y especializado seguramente en hacer valer jurídicamente propiedades ajenas: como Registrador de la propiedad o labores semejantes. No creo que su afición por las faldas le permitiera llegar a ser notario.

 

 

 

 

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