Buendía

Bar

 

Samarcanda

´88

´98

483

             

 

Algún magnetismo inexplicable, como la costumbre o la conjunción astral, hacía que los progres, rojos y demás ralea semejante se juntaran en el Buendía como las limaduras de hierro lo hacen ante un imán.

El Buendía como bar era de lo más normal: alguna mesita con sillas de mimbre para los cafés reivindicativos o las infusiones con intenciones más eróticas, pero sobre todo la barra. A su alrededor bullían los cerebros, los diálogos y las intenciones de cambiar el mundo… ante la inigualable compañía de las cañas y sus correspondientes tapas.

Tomar algo en el Buendía, como en tantos otros bares de la zona de aquella plaza que en su día albergara el Rastro, era una demostración de comulgar con el credo, era una declaración de principios. Allí se pagaba como una complicidad hacia el mantenimiento del local; un donativo más que una contraprestación, porque en el fondo había una conciencia colectiva que iba más allá del mero capitalismo.

Incluso pretendía usarse como lucha contra el sistema: no se consideraba una contradicción, sino una paradoja. No es extraño por tanto que el Buendía fuera casi un club social que giraba alrededor de unos valores muy concretos[1], sin embargo sus puertas estaban abiertas a cualquiera.

Aunque también es cierto que si no estabas integrado en aquel proyecto de reconversión universal de todo lo existente, en el Buendía te encontrabas un poco desplazado, ajeno. Al menos las veces que estuve, a mí me dio esa impresión: si no eras amigo, por definición ya pertenecías al enemigo… aunque sólo fuera por omisión, en aquella atmósfera un sinónimo de colaboracionismo.

En general siempre me han resultado repelentes los lugares con cualquier tipo de credo, sean cuales sean los axiomas a partir de los que se construye el mundo alternativo… o de los que se apuntala el que ya existe, que sería el otro grupo posible de lugares. A mi entender la cerrazón iguala por desgracia a todos aquellos que no permiten la disidencia. No es ya una cuestión de individualismo, sino de supervivencia: capacidad de renovarse y/o cuestionarse en cualquier entorno.

Así, en el Buendía estaban los acólitos y los ajenos[2], lo que convertía el asunto en una especie de guerra más o menos pacífica: una versión de alterne de la famosa lucha de clases.

El Buendía era un bullicio constante, porque recogía y albergaba actividades de todo tipo, tanto lúdicas como socialmente comprometidas. Además de respaldar y dar soporte a aquéllas que aún estando fuera de su alcance resultaban ideológicamente afines: casi siempre culturales, aunque muchas veces mezcladas con lo político, porque la distinción entre ambos universos es ciertamente artificial e irreal.

Tomar una caña o un café en el Buendía era un acto militante… al estilo de las Tabernas de Qûnghirot, pero salvando las distancias. Puede concluirse sin temor al error que respondía a la mentalidad de los ’80 y los ’90: compromiso social, activismo de barrio y/o reivindicativo. Un ejemplo de agrupación por afinidades ideológicas, casi desterrando la soledad gracias a esa forma de arropar que posee el olor[3] a Humanidad compartido por ese paisaje… el que se fue, reconvertido sin remedio, para traernos la radical individualidad que sufrimos actualmente: disfrazada con la careta globalizadora de Internet.




[1] Quizás hoy puedan parecer trasnochados, pero en su día fueron motor de ilusiones y sueños. Cuna de proyectos y anhelos compartidos.

[2] Que éramos colaboracionistas de los ausentes: por omisión, el enemigo.

[3] Muchas veces con matiz hippie.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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