Cafetería de la Facultad de Bellas Artes

  Samarcanda

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De toda la Facultad de Bellas Artes, que en sí misma era una excepción, había un lugar que resultaba si cabe aún más excepcional[1]: era la cafetería. Aquello era una especie de purgatorio, más que cualquier variedad de cafetería… su condición de rareza no procedía del lugar en el que estaba ni de la actividad que desarrollaba…

Muy probablemente el motivo de la convivencia de dos facetas del saber entre las casi infinitas posesiones de la UdeS era debido al azar[2]: había querido que compartiesen espacio dos Facultades en principio antitéticas o complementarias, según se mire… la de Bellas Artes y la de Psicología. En el hipotético caso de que alguien hubiese querido deliberadamente mezclar, juntar o asociar dos colectivos tan dispares como antagónicos… no podría haberlo hecho mejor.

Si hubiera que hacer justicia y establecer una jerarquía del tipo que sea… sin duda constituiría una ardua tarea: porque resulta tentador clasificar a los psicólogos desde la perspectiva de los artistas, como también lo es a la inversa. Precisamente en aras de esa justicia… declino la invitación que me he ofrecido a mí mismo: no creo que sean comparables ambos colectivos… y mucho menos aún que pueda otorgársele a una perspectiva prioridad sobre la otra.

La fortuna ha querido que a lo largo de mi vida académica haya tenido la oportunidad de insertarme en el mundo de la Psicología… y también en el de las Bellas Artes. Quede con esto dicho todo: hago mutis por el foro. Se estudian unos a otros con recelo y desparpajo, en una batalla sin fin que no tiene vencedor, porque ambos son vencidos: ¡cuadricular colores! ¡colorear ejes! Psicología y Bellas Artes: ¡qué incompatibles, contradictorios y complementarios!

Se trataba de un terreno tan resbaladizo como entretenido: al menos para mis ojos de antropólogo heterodoxo con disfraz de estudiantillo (de Bellas Artes).

La cafetería no era sólo una sala: aparte de la barra y las mesas aledañas, también había un pasillo en torno a un claustro, repleto de asientos con vistas a aquella variante de la Nada. Sin servicio de mesas, claro: autoservicio y listos.

Era digno de ver cómo se ignoraban ambos colectivos: compartían espacio pero estaban en diferentes dimensiones. Cada uno, enfermo ante la mirada del otro… se mascaba el temor al contagio… ¡qué formas tan distintas de ver la realidad!

Una realidad por otra parte diferente a ambas maneras reduccionistas de contemplarla. Quizás eso me hacía disfrutar más cuando estaba por allí… teniendo una visión alternativa e integradora de la complejidad de aquel mundillo.

La decoración de la cafetería convertía aquel terreno en propiedad intelectual de Bellas Artes: allí predominaban los elementos de los que paulatinamente se ha ido apropiando esa titulación. Toda la iconografía referente a la rancia uzbekidad (o uzbekismo) entendida como pervivencia de lo medieval, aunque con el disfraz posmoderno.

Religiosos y ganado, tratados con una pretendida irreverencia que en el fondo los perpetuaba aunque fuera actualizándolos desde la caricatura. Allí quiso la suerte que me reencontrase con los carteles del llamado Vía crucis de la juventud: una costumbre que nació en el ’88 y quizás aún dure. Yo había ido coleccionando año tras año aquellos carteles[3] como metáfora de los tiempos rancios y paradójicos que me había tocado vivir. Pero las paredes de la cafetería de la Facultad de Bellas Artes los albergaban, junto a impresentables cuadros de motivos taurinos, colores estridentes[4] y la ambientación de una música que era mejor ignorar.

Las mesas de la cafetería estaban dispuestas alrededor de un patio interior que en su día había sido claustro… porque ambos edificios (Bellas Artes y Psicología) procedían del patrimonio de los estamentos religiosos. Con esto está más o menos contextualizado el lugar… por las ventanas podía contemplarse un campo triste, atrapado por la estepa y desde siempre, por mucho disfraz artístico o intelectual que se le añada.

Durante el curso ’96-’97, sin embargo, por una cuestión de horarios, los martes por la mañana yo disponía de un par de horas libres. Las aprovechaba leyendo o estudiando en la cafetería, junto a la barra. Con la única finalidad del experimento antropológico, me pedía una infusión que tomaba mientras estudiaba. Sobre la mesa colocaba ejemplares del libro Pensar la dinamita, que recientemente había autopublicado[5]. Allí solo y armado de paciencia, con mi infusión y mis apuntes, anunciaba la disponibilidad del libro mediante un cartel llamativo, un provocador reclamo publicitario: “Tu puta madre se vende los martes por 2.60 € (y es un libro de cuentos)”. La primera frase en letras grandes, para llamar la atención… la segunda entre paréntesis y más pequeña, como si fuera una cláusula abusiva. Yo estudiaba, mientras la telaraña hacía su trabajo: pero pocos eran los insectos que caían. Los de Bellas Artes porque no tienen por costumbre leer. Y los de Psicología, porque sólo leen espejos.

Para quien preguntase, la explicación verbal: comparte volumen con Tonto el que lo lea… los dos forman el volumen que cuesta 5.20 €. Pero no me llegó a hacer falta dar la explicación, pues no vendí ni uno en todos los sucesivos martes que estuve expuesto allí.

Como negocio, una ruina. Por fortuna pasaron los meses sin que nadie me llegase a partir la cara: lo interpretaban como una provocación[6] y no le daban importancia. Con eso se delataban… caían en la provocación de la peor manera posible.

De mi experimento antropológico-bibliográfico cabe concluir por lo tanto que a pesar de irreconciliables, ambos colectivos[7] tenían algo en común: su ausencia de inquietudes intelectuales contemporáneas, heterodoxas o underground.




[1] O si quiere decirse intelectualmente, era una “metaexcepción”.

[2] O alguna planificación del saber universitario más o menos irónica/amargada.

[3] Arrancados de las vallas durante las madrugadas, de regreso a casa.

[4] Dorados y rojos al estilo de los restaurantes chinos. Yo no tenía mucho tiempo ni intenciones que dedicarle al asunto… quizá si hubiera llegado a terminar la carrera de Bellas Artes, habría hecho la Tesis acerca del bar: de la cara de póker de sus camareros y la decoración kitsch que acompañaban la vista en tan excepcionales momentos.

[5] Junto con Valentín Hermano.

[6] Exactamente lo que era.

[7] El de Bellas Artes y el de Psicología.

 

 

Sonido

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