SAMARCANDA

SA - 1.4.7.

Estudios

maracandeses

UdeS

Psicología

1985

098

 

 

Daba igual lo que pasara, lo que dijeras, lo que hicieras, lo que pensaras. Y también de la manera que fuese: siempre que había un elemento de Psicología cerca, sus ojos te escudriñaban como la aguja atraviesa el abdomen de la mariposa en manos del entomólogo.

Pero no era nada personal: simplemente una deformación profesional que iban adquiriendo a medida que se acercaban al momento de titularse. Es probable que algún docente se lo dijera: “el mundo es un campo de observación infinito”, sólo tenían que adoptar la mirada adecuada para aprovechar el tiempo y estar practicando constantemente, gratis.

En definitiva, para un psicólogo el conjunto de los seres humanos que forman la Humanidad son potenciales clientes. Porque los psicólogos están convencidos de que tarde o temprano cualquier persona desarrollará algún tipo de dolencia mental, alguna patología por la que tendrá que acudir a sus dependencias para solucionarlo. Para un psicólogo todos somos enfermos al menos en potencia, o mejor… lo somos de hecho, porque cuando parecemos sanos es porque ignoramos aún nuestra dolencia. Pero antes o después nos llegará nuestra hora (que es la suya).

Lo que de ninguna manera dicen es que hasta que apareció la Psicología, la enfermedad mental no existía… sólo disfunciones. Pero ¿acaso una disfunción es una enfermedad? Su interesada respuesta es que sí, porque de ella se deriva la necesidad de que existan los psicólogos: un círculo perfecto.

Imaginemos por un momento que tuvieran razón en todo. Sólo hay un pequeño inconveniente en todo este constructo teórico: ¿qué ocurre cuando el enfermo es el psicólogo? No seremos tan ingenuos como para pensar que el hecho de ser psicólogo le vacuna a uno contra la propia enfermedad… Más bien sería al contrario: al estar profesionalmente condenado a rodearse de enfermos, tendría más posibilidades de contagiarse.

Es lo que podríamos denominar “el síndrome del psicólogo”, consistente en pensar que a su alrededor todos están mentalmente enfermos salvo él, que queda fuera del asunto, como juez intocable: por algún motivo de magia divina.

Obviamente, la conclusión resulta evidente: si en realidad existe la enfermedad mental, el primer afectado es el psicólogo, motivo por el que deja de ser de fiar para encomendarle la cura… Y si la enfermedad mental no existe, el psicólogo está de sobra. Inventa teorías y tejemanejes encaminados a justificar su status, su profesión, su condición… su existencia.

Los habitantes de la Facultad de Psicología parecían caminar levitando un palmo sobre el suelo… como si estuvieran en otra dimensión y hubiera que agradecerles su presencia salvadora entre nosotros. Algo que con la titulación y el ejercicio profesional se convierte en poco menos que intratable… pero que en su estado aún larvario[1] podía ser observado a la perfección.

Resultaba indiferente a qué corriente se adscribieran: reflexología, conductismo, estructuralismo, psicoanálisis, Gestalt, funcionalismo… compartían aquel aire casi displicente que se desmoronaba a la primera de cambio. Simplemente tocando el tema del sexo saltaban todas sus alarmas: la fijación, desde su atalaya, era atribuida por ellos a que todo el mundo lo tiene como elemento central en la vida.

Un psicólogo jamás admitirá que a él le interesa el sexo por sí mismo: sólo resulta un sacrificio al que se somete por el interés que despierta entre la gente[2].

Incapaces hasta ese punto de enfrentarse consigo mismos, negando algo que para cualquier persona normal[3] resulta obvio: un psicólogo es un salido sublimado, racionalizado, escondido tras el parapeto de la ciencia.

Sin duda por eso en el segundo ciclo de Filosofía, cuando llegaba el momento de elegir asignaturas optativas que podían pertenecer a otras licenciaturas… resultaba sorprendente que una gran cantidad de población filosófica eligiera libremente Psicología de la sexualidad. Enlazando así ese fleco que constantemente pende de los cerebros dedicados a la sabiduría: el del placer de los sentidos. Como un tema siempre inacabado, inagotable.

Salidos y ninfómanas (o al revés) de una y otra especialidad injertaban así sus tallos… pero dejando a los implicados siempre insatisfechos, por ver al otro desde fuera. Sin duda la de Psicología era una Facultad digna de estudio… pero no por parte de los propios psicólogos, claro[4], sino desde una perspectiva más vital y poética, sin carga intelectual que diera al traste con una posible curación de aquel pobrecito colectivo: con la mirada de una persona normal.



[1] En la Facultad de Psicología.

[2] No es que le deje frío ¡otra dolencia! sino que le da la importancia que realmente tiene.

[3] Es decir, que no sea psicólogo.

[4] Endogamia estéril, redonda como un ombligo.

 

 

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