Ka

Chiringuito

 

Samarcanda

´87

´93

420

             

 

Ahora su imagen se me presenta como uno de aquellos chiringuitos nocturnos de la película Corazón salvaje de David Lynch. Casi en el límite de la realidad, habitado por especímenes que a diario parecen normales, de los que dan el pego en otro hábitat más cotidiano. Pero la nocturnidad del Ka no sólo residía en la hora del día o la iluminación blanca de aquella orilla fantasma del río, su terraza natural. Su nocturnidad era más como un agravante del submundo delimitado por su espacio fantasmagórico, casi onírico.

Mezclaba el verde mortecino de una vegetación nocturna que deseaba descansar, pero a la que no se lo permitíamos… con la oscuridad natural del espacio, que en la distancia iba absorbiendo poco a poco la luz de los focos. Hasta dar la impresión de ser un paisaje flotando en el medio de la Nada espacial, como en las películas de ciencia-ficción. La impresión final era la de estar en una burbuja de luz, música y alcohol en el espacio exterior. Tan aislada como indefensa, lejos del mundo real.

Para llegar hasta el Ka había que alejarse un par de kilómetros del núcleo urbano. Carretera de pueblo hacia adelante. Camino vecinal que invitaba al desparrame automovilístico. Máxime cuando la decisión de ir hasta el Ka ya tenía algo de drástica: alejarse de la ciudad.

De ahí a tentar a la suerte en el desplazamiento sólo había un paso. Total, ya puesto en tela de juicio uno de los pilares de la noche[1], el razonamiento enfermizo y desquiciado de aquellas horas te elevaba un escalón más allá, en el ascenso al absoluto. ¿Por qué no poner en tela de juicio la vida misma? Así, con esa alegría e inconsciencia, resultado de una mezcla explosiva de factores. El coche estaba en la tesitura aleatoria de convertirse en un vehículo para cruzar la laguna estigia.

Así le ocurrió a Nico Canastito[2], aunque no fue el único. Resultaba relativamente frecuente algún accidente de tráfico durante el fin de semana en aquel itinerario, con peor o mejor suerte.

Pero el Ka resultaba magnético, atraía por lo que representaba más que por lo que realmente era. Un chiringuito de río con algunas tablas de surf haciendo de mesas, mucho alcohol y metros cuadrados con música a mansalva. Su mayor ventaja era estar alejado de la civilización, sin duda. Era la impresión más inmediata al llegar al aparcamiento y acceder por una entrada anaranjada hasta la barra, superando un recibidor que albergaba los aseos.

Una vez dentro, la conciencia aceptaba ya como natural aquel estado alterado. Generalmente porque el alcohol circulaba por el organismo desde hacía rato. Saludar al jefe[3] era como introducirse de lleno en una fábula de corte medieval y posmoderno. Era un tío tan amable como feo, prognático y simpático a partes iguales. Sin duda era un espejo metafísico que reflejaba el rostro de mi propia idiosincrasia. Al estilo de Dorian Gray en medio de aquel purgatorio.

Una vez dentro del Ka, pasear por el pasillo principal dejaba la extraña sensación de no saber qué hacer con la propia vida… Algo así como la conciencia desnuda presentándose para exigir respuestas. Las respuestas, claro, eran beber, fumar y charlar mientras se escuchaba música entre amigos. Entre zombis que me acompañaban en aquella nave de los locos.

Más de una vez fui acompañado de Marielle MENOS y su prima Benita MORENA, persiguiendo el proyecto que teníamos Joaquín Pilla Yeska y yo: una relación tan seria[4] como lo que dura una aventura de verano. Supongo que el hábitat no era lo suficientemente propicio, porque nunca llegó a pasar nada entre la arropadora oscuridad del Ka. Quizá lo máximo fuera un baño en condiciones deplorables. Algo de lo más corriente entre los clientes del bar. Aunque no recuerdo si realmente llegó a ocurrir o sólo formó parte de mi imaginación durante alguna de aquellas veladas.

Lo cierto es que el ritual de ir hasta el Ka era ciertamente hipnótico, invitaba a traspasar fronteras que estaban más allá de la materia. Una noche, al poco tiempo de estrenar Joaquín Pilla Yeska su nuevo y flamante Fiat Tipo blanco, decidimos probarlo en aquel itinerario. Íbamos Valentín Hermano, Joaquín Pilla Yeska y yo[5].

Es cierto que la carretera tenía grandes rectas, pero no tantas… ni tampoco estaba en óptimas condiciones técnicas como para albergar aquella prueba nuestra. Llegar a ver un 200 en el cuentakilómetros digital del Tipo. Entre risas y automotivaciones, nunca mejor dicho, Joaquín Pilla Yeska apretaba el pedal con cara de endemoniado. Los demás le jaleábamos para llegar a la cifra mítica que era nuestro objetivo, lejos ya del conocimiento o del recuerdo de obrar con él. Si recordamos a Nico Canastito fue sólo como forma de homenajearle en aquel crucial momento, pero no por haber aprendido de su nefasta experiencia. Casi buscábamos inconscientemente la repetición del desastre… Quizá por eso mismo no llegó. Como tampoco llegamos a superar la barrera de los 200 km/h[6] ni tuvimos percance alguno.

Puede que el instinto de supervivencia de Joaquín Pilla Yeska se impusiera sobre la tontería que llevábamos puesta. O simplemente fue la suerte (buena o mala) que nos permitió salir indemnes.

Lo cierto es que llegamos al Ka aquel día, aquella noche, como siempre. Bebimos y desparramamos como si no hubiera pasado nada, que era lo que en realidad había ocurrido. Sólo había sido una gran fantasmada.

Escribo todo esto justo después de lavarme los dientes, para que no se escapen entre mis palabras algunas expresiones que pudieran parecer de venganza o ajuste de cuentas. Describo fríamente lo que en su día fueron noches calientes.




[1] La maracandesidad renegada, con esa huida hacia el espacio exterior.

[2] Un colega radioaficionado, que se dejó la vida en aquella carretera allá por el ’85.

[3] ¿Jeremías, Jaro?

[4] Cada uno con una de ellas, claro.

[5] Quizá también estuviera presente Rufino Caracaballo, un amigo de Joaquín Pilla Yeska.

[6] Por poco, eso sí: sólo nos faltaron 3 ó 4 km/h.

 

 

 

Sonido

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