La plaza

 Pub

 

Samarcanda

´87

´96

299

             

 

No podía ser, claro. ¿A quién se le podía ocurrir que en una ciudad como Samarcanda no hubiera un bar dedicado al mundo del ganado? En otras palabras: resultaba imposible que a la hora de planear cebos con los que pescar al incauto cliente en potencia, a ningún cráneo privilegiado se le hubiese ocurrido esta idea.

Un ejemplo práctico de cómo se deja de lado la Ética cuando se trata de buscar pasta a toda costa. Pero probablemente al imbécil que se le ocurriera la idea de buscar un tema para ambientar un pub, ni siquiera se le pasara por la cabeza la Ética. Total, sólo pretendía ser una pequeña contribución a la marcha de la noche maracandesa… ¡qué más daba el resto!

El conjunto de La plaza estaba bien armonizado en lo que a decoración se refiere. La pista de baile, en el centro del bar, parecía realmente una plaza de ganado. Aderezada con algunos elementos tópicos del asunto, como las gradas… El resultado era coherente. ¿Se le podía pedir más? Probablemente no. Pintura y decoración, luces y arreglos, llenaban La plaza de un amarillo que seguramente pretendía recordar la piedra arenisca típica de los monumentos maracandeses, o la arena… pero a mí me resultaba un elemento más de rechazo visceral. Las pocas veces que estuve en La plaza coincidió que estaba casi vacío. Sólo en una ocasión lo encontré lleno. La sensación de falta de alma me hizo comprender el carácter desalmado de aquel sitio.

Muy probablemente quienes allí concurrían no se fijaban en este tipo de detalles. Simplemente una coyuntura propicia les había hecho desembarcar en aquel mundo sin entrañas. En general se respiraba un ambiente algo hostil, como reservado para los habitantes que siempre recalaban allí… haciendo de menos a quienes no éramos conocidos en el lugar.

Personalmente siempre que pude evité pasar por La plaza, aunque sólo fuera por no mostrarme colaboracionista con el submundo ganadero, para mí tan repelente como el religioso o el militar. Lo conseguí casi siempre.

Una de las pocas ocasiones en las que visité La plaza sin otro remedio fue al día siguiente de mi famoso hallazgo del tesoro de los 60 € en la calle, el año ’87. Tras gastarlas a placer en dimensiones nuevas de la realidad, llegó el día después. Irene Ojosazules, amiga de Marisa Tanatusias y compañera anisada de aquella jornada inigualable… me citó la noche siguiente en La plaza porque quería hablar conmigo.

Por supuesto acudí, como un flan de 22 tiernos años que temblaba sólo con calibrar la posibilidad de que quisiera seguir adelante con lo nuestro. Muy al contrario, la cita era para darme pasaporte diplomáticamente. Lo entendí, claro… incluso me maldije a mí mismo por haber llegado a pensar que Irene Ojosazules quería de mí alguna otra cosa. A fin de cuentas, me había citado en La plaza, claro… demostración indiscutible de que lo que pretendía era un entorno matadero. Acepté de buen grado mi papel, pensando que me habría gustado de otra manera… pero sólo se trataba de un episodio más en mi larga lista de fracasos sentimentales. Quizá una respuesta diferente por su parte me habría condenado a frecuentar aquel antro infumable llamado La plaza, sólo para tener un lugar en común con ella.

Buscando la lectura positiva del asunto, acabé agradeciéndole su deferencia… porque perder la inmensidad de sus ojos oceánicos era algo duro, sin duda: detrás estaban sus besos. Pero no tener ningún anclaje con La plaza resultaba un peso inmenso que Irene Ojosazules me quitaba de encima. Quizás ella creyera hacerme una putada, pero resultó también una inmensa liberación.

 

 

Sonido

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