El Mosca rosa era un cuchitril infecto cuyas paredes alguna vez fueron blancas, pero habían adquirido esa ranciedumbre a la vista y al olfato que otorgan los humos de millones de porros… porque el Mosca rosa era un sitio en el que ante todo se fumaba. Después se bebían cervezas y gin-tonics, pero sólo para conseguir que la nicotina o el THC no se quedasen adheridos a la boca… intentando con esa ingesta evitar los sabores y olores pestilentes que antes o después adquieren las bocas de los porretas. Diferente si perteneces al gremio y disfrutas con las risas que te evocan los olores de ese tipo. Como si el ocio fuera simplemente una convención de alientos pútridos que exteriorizan cerebros semejantes.

Pero bueno, el Mosca rosa era así y todo el mundo en el pueblo lo sabía. Tan fácil como eso: lo tomas o lo dejas. Y total, para el asunto de la publicidad, en Kagan siempre ha bastado con el boca a boca[1]… así que el desastrado flaco y permanentemente alucinado que regentaba el garito ya sabía lo que había. Igual que quienes iban por allí.

El Mosca rosa en realidad era sólo una habitación pequeña en una cuesta que daba a la calle principal de Kagan. No tenía más pretensiones que sobrevivir lo justo para poder seguir sobreviviendo. No se trataba de un negocio, sino de un foco de resistencia.

El Mosca rosa seguramente representaba la habitación que a cualquier porrero no le dejaban tener sus padres en casa… y los otros porretas, habituales del Mosca rosa, eran equivalentes. Para eso, un juego de palabras en el nombre del garito… que evitara tener que pagar derechos de autor y ya estaba. El refugio perfecto para que vinieran los amigos o se hicieran amigos los que venían. Al final todos felices, refocilados en un mejunje amarillento, con toda seguridad similar al contenido de sus cerebros.

El Mosca rosa, junto con el Vode y El chamizo, fueron antros de mi pueblo en los que alguna vez recalé durante mi errático peregrinaje sentimental/alcohólico. Por equivocación, sin duda.