Orfebrería

Pub

 

Samarcanda

´86

´98

 590

             

 

Entrar en el Orfebrería tenía algo de descenso a los infiernos. En primer lugar porque había que recorrer un largo y angosto pasillo, sin ventanas, antes de descender unas escaleras que parecían diseñadas por Pedro Botero. Irregulares, desvencijadas, inseguras, con una barandilla que se movía más de lo que necesita quien ha bebido.

Pero a cambio, una vez recorrido ese mal trago, se abría ante tus ojos aquel sótano acogedor que se llamaba Orfebrería: era la llegada a un paraíso infernal, incomparable. Sólo entrar, una cabina para el pinchadiscos que parecía una gruta por lo pequeña y escondida. Tras darle la vuelta a la esquina, a la izquierda, una barra inmensa que daba lugar a un espacio amplio en el que sentarse, charlar, beber, bailar, fumar porros… y al fondo, como colofón y necesidad: los lavabos, tras una cortina de madera.

El Orfebrería acogía de todo. Exposiciones de pintura y fotografía, grupos de gente que desparramaba de mil maneras, bailarines, ligones, anfetamínicos, intelectuales, charlas informales entre porreros… ¡de todo!

Y como elemento indispensable de la compañía, la decoración y el ambiente incomparable, estaba un personaje que era el resumen del alma del bar: Tirso Orfebrería. De hecho, aunque no queramos personificar el asunto, si nos olvidamos por un momento de Tirso Orfebrería: él sigue siendo el espíritu del Orfebrería.

Salir de nuevo a la noche, tras haber disfrutado del incomparable ambiente y la buena música que llenaba sus paredes de ladrillo vivo, era como ir hacia el exilio. No bien acababas de recorrer el pasillo que te escupía hacia la calle, estabas deseando volver a entrar. Tener otra vez alguna excusa para regresar al que transmitía la sensación de ser tu lugar natural en el mundo, la noche que a tod@s acoge.

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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