Ródano

Bar

 

Samarcanda

´86

´88

481

             

 

Nada tenía de especial el Ródano. Sólo era un bar de barrio: pequeño, gris, feo, sin personalidad ni atractivo alguno… salvo una máquina de bolas tipo petaco que descubrimos accidentalmente Araceli BÍGARO, Jesús Manuel LAGO y yo. Digamos por tanto que el único atractivo del Ródano era externo a él y circunstancial, algo por tanto pasajero y accesorio.

Pero resultaba suficiente motivo como para que nos desplazáramos hasta allí ex profeso. Una pequeña excursión urbana, un paseo con el síndrome de abstinencia puesto: algo de dinero para la ocasión y varias horas por delante para dedicarle a aquella tarea. Un plan de lo más sencillo, accesible donde los haya. Desconectar un rato el cerebro de la Filosofía, acompañándonos de cómplices en el juego. Ocuparnos sólo de cuestiones puramente físicas, como la fuerza de la gravedad aplicada a los objetos en un plano inclinado, la inercia, la resistencia, la aplicación de fuerzas y previsión de los vectores resultantes hasta conseguir una buena puntuación o alguna partida extra.

La cosa es de lo más sencillo, ¿no? Una caña o un café, buen rollo y afán competitivo sólo como motivación, nada de absurdos desafíos. Así empezaba la tarde en el Ródano, mientras a nuestro alrededor iban desfilando los parroquianos típicos de un bar de barrio. Como si se tratara de componentes de un club social de ambiente selecto. Todos se conocían entre sí, se saludaban y hablaban con el camarero, el dueño del bar, mientras nos lanzaban miradas recelosas. Las que se dirigen a los intrusos de un terreno que para ellos era conocido y controlado, familiar y previsible. En él los tres éramos elementos tan juveniles como ajenos.

Pero nosotros no hacíamos nada de particular, sólo jugar. Al igual que el Ródano, a temporadas íbamos a otros bares en los que por azar descubríamos máquinas atractivas (más o menos conocidas) a las que dedicar horas, esfuerzo y dinero. Una diversión sana y fácil, que nos garantizaba ratos cómplices de lo más entretenido. Una de nuestras favoritas era la del Tráiler, con unas posibilidades de combinar puntos que, si se trabajaban adecuadamente, llegaban a contarse por millones. Una buena bola y montones de partidas gratis.

Pero también estaba la que hablaba en italiano, otra con las dianas especialmente atractivas… posibilidades a montones, horas empleadas en aquel esparcimiento tan poco filosófico que conseguía unirnos entre nosotros tres un poco más precisamente por eso, por pertenecer al mundo real.

Y el Ródano[1] acogiéndonos amablemente, insertándonos de forma provisional en su cadencia cotidiana. Sabiendo tanto los clientes como nosotros que se trataba de un idilio pasajero, que cualquier día eso cambiaría. Se llevarían la máquina y nosotros desapareceríamos igual que habíamos llegado.

Algunos días empezábamos a jugar un rato antes de comer y la cosa se animaba. Nos quedábamos allí, sobreviviendo con las tapas que pudiera tener el Ródano, que no se caracterizaba precisamente por su exquisita cocina, para alargar las horas de juego. Después, ya sin comer, a media tarde… cuando ya nos habíamos camuflado integrándonos en el entorno, se acababan las partidas y el dinero. Y nos marchábamos.

La operación generalmente la financiaban Araceli BÍGARO y Jesús Manuel LAGO. Yo no tenía tanta pasta, aunque ellos tampoco nadaran en la abundancia. Esto a veces significaba que su economía se resentía para el presupuesto del mes, pero sin duda merecían la pena aquellos ratos de risas y sana camaradería.




[1] O cualquier otro bar propicio para el asunto.

 

 

Sonido

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