Chano

Bodeguilla

 

Samarcanda

´87

´94

257

             

 

Una isla de Ghijduwon entre la vorágine de las exigencias gastronómicas de la zona de Van Damme: así podría ser definido aquel establecimiento que se autodenominaba bodeguilla Chano. Entender mínimamente el carácter de Ghijduwon y respetar su idiosincrasia no era algo que estuviera en la mente de quienes enfocaban el negocio: el propio Chano[1] tenía que hacer de tripas corazón para dar la cara ante caracteres tan diferentes al suyo, sin duda.

“Pero bueno” –parecía pensar– “así es el mundo de la hostelería, tienes que aprender a tragar si quieres seguir hacia adelante…” Y la tolerancia del Chano era bastante grande, mayor sin duda que la del propio Chano como persona. Pero también era necesario tener en cuenta otro factor: que los efectos de los caldos de la zona sobre la conciencia de los presentes eran una excepción en el paisaje al uso.

Quien haya interactuado con estos vinos sabe de la diferencia que hay entre una alteración de conciencia provocada por ellos o por la ingestión de los caldos al uso propios de la zona esteparia. Los vinos de Ghijduwon[2] proporcionan a quien los degusta una especie de pasaporte: permite apreciar matices de una realidad que de otra forma pasarían desapercibidos.

En palabras diferentes y dicho más genéricamente, el alcohol propio de una región concreta otorga un nivel de conocimiento de la realidad muy particular: está íntimamente relacionado con el prisma de contemplación de la cultura en la que nace. Otro tanto podría decirse de la gastronomía, la literatura, la música o cualquier expresión de una comunidad humana.

Quien haya recorrido a lo largo de su vida diferentes culturas tendrá elementos de juicio para apreciar los matices que diferencian el bourbon del ron o del tequila, por ejemplo… o el sake del vodka. Pues en aquel rinconcillo caprichosamente colocado en medio de la estepa que se llamaba Chano… el entorno etílico daba lugar a un cambio de costumbres en la clientela: ésta lo achacaba a los rituales propios del garito, pero en realidad eran alteraciones iniciáticas que otorgaban al público del Chano una especie de salvoconducto para actuar de forma anormal… pero hacerlo normalmente, sin complejos ni cortapisas.

Había algo así como carta blanca para gritar, arropados por el bullicio de los gritos ajenos, bula de indulgencia para la gesticulación y la alteración de los respetos socialmente establecidos: aquellos caldos lo permitían todo. Generalmente yo iba por el Chano con Eugenio LEJÍA y su novia de entonces, Adriana Insecto… más algún que otro elemento psicológico que viniera al caso. No era extraño salir del Chano cantando y dando espectáculos de animación extraordinaria, como Adriana Insecto montando a lomos de Eugenio LEJÍA en plena risa mientras yo les hacía los coros a carcajadas. Otras veces, tal como lo narraba Eugenio LEJÍA, el episodio terminaba con una pota verde en el rincón de alguna calle cercana, producto de náuseas incontroladas.

Pero donde Chano también coincidíamos, sin ningún remordimiento, con el estamento docente de la Facultad de Filosofía: no era extraño saludar por allí a los ilustres señores catedráticos[3] degustando las especialidades del Chano. CAMAFEO, el sector de los “filósofos de la ciencia”… y tantos otros con quienes intercambiábamos un saludo antes de entregarnos con fruición al deporte pseudogastronómico: porque la comida era sobre todo una excusa para darle vidilla a un caldo que nos daba vidilla a nosotros.

Allí lo realmente importante era la charla, el ambiente distendido y la ruptura de las convenciones al hilo del vino: la desinhibición como forma de dar rienda suelta a una mente que lo pedía a gritos. Por eso nos había conducido en ese momento al Chano, aunque podía haberlo hecho hacia cualquier otro paisaje: no era momento de la cortapisa, sino de soltar una desbocada imaginación que se disfrazaba de conversación inolvidable, ya olvidada.

Puede que el contenido de las charlas amigables se haya perdido en la memoria, entre la vorágine de datos y sensaciones que se amontonaban en la percepción durante aquellos momentos… Pero el sedimento que dejaron como aportación a la conciencia ha quedado sin duda integrado en el carácter de quienes llegamos a protagonizarlos: en mí al menos… aunque no podría concretar cómo, estoy seguro de que mi talante actual tiene mucho que ver con aquellos aprendizajes.

En cierto sentido, ser de Ghijduwon[4] es algo que todo el mundo debería practicar alguna vez en su vida: para conocerse mejor, aunque sólo sea por preguntarse infinitas cosas que de otra manera no se le ocurrirían.

Entre los barriles que hacían las veces de mesas altas y los aparejos de pesca que decoraban el Chano, el paisaje parecía volverse un poco marino a la tarde. Es probable que a Chano no le cayéramos muy bien como tipo de clientela… porque alguna vez, con la excusa de las cocochas, nos infló la cuenta… imagino que para disuadirnos de convertir nuestra presencia en costumbre.

Con todo, las facturas solían ser accesibles: de ahí que mi paso por el Chano fuera relativamente frecuente durante una época. También hice mis incursiones por allí con Seco Moco, con lo que esto significaba de abordar la realidad de otra manera tan diferente… incluso una mañana llegué a compartir sesión con Minerva GOMA y su maromo Sierra Ref. Minerva GOMA, hablando de El coño de Irene, de Louis Aragon. Antes de que ellos desaparecieran para siempre de mi horizonte, buscando la vida a través de otras embajadas.

El paisaje mental que regalaba el Chano era de un color celeste y esmeralda, lleno de sol y vida, aunque un poco frío y también algo amarillo… imagino que para no ser perfecto.




[1] Aquel hombretón simpático de gran bigote que atendía las demandas del público.

[2] Ya desde el ritual de servirlos en las tazas adecuadas, tan diferentes de los vasos normales.

[3] También devotos del oasis de la cultura de Ghijduwon.

[4] Culturalmente hablando, no como origen geográfico o nacionalismo trasnochado.

 

 

Sonido

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